Pulverizado su sistema de poder con el estallido de 2001, la Argentina se proveyó durante los últimos siete años de un principio de orden en el férreo liderazgo de Néstor Kirchner.

Las decisiones más relevantes de ese lapso salieron de la cabeza de la misma persona. Esa gravitación logró, por un momento, que la psicología fuera más eficaz que la politología para desentrañar la vida pública.

El hombre que murió este miércoles fue el arquitecto del aparato político en el que se sostiene el Gobierno. Fue también, gracias a un ejercicio incesante de la contradicción, el ordenador del arco opositor. La era que se inició en 2003 lleva como signo la inicial de su apellido. Es natural, entonces, que su partida haya poblado el horizonte de interrogantes.

El más inquietante es, en estas horas, cómo procesará Cristina Kirchner su dolor. Dada la singular anatomía del oficialismo, esa intimidad es una cuestión de Estado. Quien el miércoles no fue un presidente poderoso que deja lugar a su segundo en la jerarquía de la República. Fue un líder omnímodo pero inorgánico, y quien debería heredarlo viene ejerciendo la primera magistratura, pero con la dependencia propia de un jefe de Gabinete. El vínculo conyugal potencia la complejidad de esta transferencia. La heredera es convocada a asumir de modo pleno sus funciones mientras se transforma en viuda. La sucesión Kirchner-Kirchner, que debería haberse celebrado hace tres años, se precipita ahora, bajo la forma de un duelo. Lo emocional y lo institucional se entrelazan y agregan azar a este proceso.

Paolo Caruso

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