Ya lo decía el gran Wodehouse: ¡Qué sexo, Señor, qué sexo! Se refería, naturalmente, a ese punto de cinismo que percibo en las féminas del siglo XXI (el inglés ya lo olfateó en sus bisabuelas de principios del siglo XX, por lo que debemos deducir que el mal es atávico) es el mismo cinismo que llevaba aquella esposa abnegada, quien despedía a su difunto marido con la siguiente plegaria: Acógele señor con la misma alegría con la que yo te lo entrego. ¡Qué sexo, Señor, qué sexo!

Quizás sea ese cinismo el que lleva a una amiga mía, y me temo que no es la primera vez que lo oigo, cristiana consecuente, profesional del mundo de la comunicación y madre de familia, a decirme lo siguiente: Yo no estoy de acuerdo con la posición de la mujer en la Iglesia. Lo acato por obediencia, pero nada más. Ya saben: se acata pero se discrepa, lo que en una institución como la Iglesia, que a nada puede obligar, sólo recomendar, es tanto como decir que no se acata.

Ahora bien, en tiempos como los actuales, en los que muchas féminas se consideran mujeres antes que cristianas, esta actitud puede resultar impertinente. En estos tiempos, en lo que periódicamente se monta un numerito (el último, en Canadá) en el que una serie de señoras son ordenadas sacerdotisas, esta actitud, me temo que muy generalizada incluso entre cristianas coherentes, puede resultar peligrosa.

Como dicen los profes, si entiendes la pregunta ya tienes media respuesta acertada. Jesús de Nazaret no eligió para el apostolado a ninguna mujer, pero no creo que esa sea la parte de la pregunta que no se entiende entre el feminismo clerical que nos rodea. No, lo que no se entiende, la razón de fondo, es lo que confiesa Benedicto XVI en La sal de la tierra. Entender el sacerdocio, el episcopado, el papado, esencialmente como poder, es tergiversarlo y desfigurarlo. El entonces cardenal Ratzinger aporta el diagnóstico realizado por una de la feministas católicas más conocedoras de este tema, Elisabeth Schüssler-Fiorenza Durante mucho tiempo ha luchado con energía por la ordenación sacerdotal de la mujer, pero ahora ha concluido que eso era un objetivo equivocado. La experiencia de sacerdotes femeninos en la Iglesia anglicana ha dado como resultado que la ordenación no es la solución, no es lo que queríamos. Y explica por qué. Dice que la ordenación es subordinación, y eso es precisamente lo que no queremos El objetivo de nuestra lucha no debe ser la ordenación de la mujer, sería una equivocación; nuestro objetivo ha de ser suprimir totalmente las ordenaciones, conseguir que la Iglesia sea una sociedad igualitaria en la que haya un liderazgo intercambiable.

En definitiva, concluye Ratzinger, Schüssler-Fiorenza se ha dado cuenta de que las razones por las que estaba luchando en favor de la ordenación de la mujer eran, en realidad, la liberación hacia el sometimiento.

En lo que la feminista alemana y el propio Ratzinger coinciden es en que hay ser muy tonto para empeñarse en profesar el sacerdocio, al menos si uno actúa por motivos de poder, por igualitarismo. Y que, al final, la deducción lógica de las aspirantes a sacerdotisas es que no hay que meterse a curas sino anular a los curas, a los obispos y al mismo papa: ya saben, liderazgo compartido.

Por eso, sería de agradecer que a las cristianas consecuentes, aquellas que no entienden la liberación femenina como la guerra de sexos, aquellas que son antes cristianas que mujeres, no le hicieran el juego al feminismo, que no es otra cosa que la vieja lucha de clases marxista llevada al escenario bélico sexual. Es, en resumen, entender la Iglesia como una institución humana donde el que se hace con los cargos más relevantes gana, y el que no, pierde.

En definitiva, que ser nombrado cura no es como ser nombrado consejero delegado o ministro. Que no es un cargo, sino una carga.

Claro está que el cinismo feminista ambiental -¡qué sexo, Señor qué sexo!, deducirá de esto lo mismo que nuestra piadosa viuda: Acógele, Dios mío

Eulogio López