Lágrimas que a sus ojos asomaron,
al vivir lo que pensó, no viviría.
Mas eran lágrimas de vanidad,
más que lágrimas de alegría.
Eran lágrimas, de tensión contenida,
después de haber sido humillado
por aquel, que ahora lo enaltecía.
El mismo, que a sí mismo se aplaudía;
el mismo, que a quién lealtad debía,
después de nuevamente prometérsela,
le expresó en plan de queja contenida:
ocho largos meses de sufrimiento,
para ocho segundos de contento.
Y al que prometer lealtad volvía,
le contestó con un semblante serio:
ahora vendrá el dolor verdadero.
Y de esta forma sigue el juego.
Aquel que “de alegría” lloraba,
ya recibió un pellizco en el cuello.
Y el que a sí mismo se aplaudía,
un coscorrón del Tribunal Supremo.
¿Cómo se acabará el juego?, ya veremos.
Con una nación jugar no se puede,
y si es España, mucho menos.