Benigno sol de primavera,
en lo alto, el sol del mediodía;
que brillar hace del altozano su blancura,
y al hierro de los azadones
que cortan el suelo con sonoras mordeduras.
 
En los cercanos huertos
las primeras flores, del aire gozan su tibieza,
y una cercana gruta está abierta
para acoger en su interior al muerto.
 
Hienden el cielo como argentinas saetas
los gorgojos de pajarillos cantores,
y vuelan sobre aquella paz cálida
las palomas en parejas.
 
¡Cuán hermoso vivir aquí sería,
junto al pozo, en los jardines bien regados;
con el perfume que a la tierra despierta
y torna a vestirse, esperando la luna de la siega,
en compañía de los que aman y son amados!
 
¡Días de Galilea, de paz, de sol,
de amistad entre las viñas y el lago;
días de luz y libertad, transcurridos a lo largo
de caminos, y caminar con los que saben escuchar,
que en el momento justo de la cena acaban;
días breves que parecían no acabar!
 
Y a nadie tienes, en esta hora, contigo.
Solo estás, como solo estabas anoche,
y ya no brilla el sol para ti, ese sol
que calienta las espaldas de tus asesinos.
Ya no tienes ante ti ningún día,
ni más caminar, ningún camino.
 
Ha terminado tu andar de peregrino.
En este cráneo de piedra, yacer podrás
y, dentro de pocas horas de tu cárcel,
libre tu espíritu recluido, libre volará.
El rostro de sudor frio, está húmedo,
y los golpes del azadón martillean la cabeza;
el sol ahora te deslumbra,
y el escozor de los párpados exaspera.
 
El cuerpo, todo tu cuerpo, languidez siente,
y un deseo de descanso, un temblor
al que con toda tu alma resistes;
a padecer hasta tu último aliento te has sometido,
y al mismo tiempo, con la más desgarradora ternura,
amar hasta el fin, a los que dejas, has prometido.
¡Y a los que por tu muerte trabajaron, incluidos!
 
Y del fondo de tu alma,
sale un canto de victoria;
sobre la carne debilitada y rota,
brotan en un grito, de tu boca las palabras,
que en siglos nunca olvidaremos:
 
¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!
 
Ignorancia desmesurada de los hombres,
que no sabemos muchas veces lo que hacemos;
de la maldad terrena, bajo su impulso
con frecuencia; de la costumbre, las pasiones,
no damos tiempo a que intervenga la conciencia.
Y cuando al final, esa conciencia aparece,
ya no quedan más que cenizas y vergüenzas.