Poco antes de morir, Albert Einstein dijo aquello de que "si volviera a nacer sería plomero o vendedor ambulante, no físico". A fin de cuentas, ¿qué nos ha traído la alabada ciencia, convertida en técnica, aparte de dolor y muerte? Felicidad, más bien poquita.  

Hablo de ciencia empírica, sí, pero es que en la actualidad no hay otra ciencia reconocida como tal que la nacida del llamado siglo de la luces, del sueño de la razón que produjo monstruos, de la tolerancia progresista, del modernismo adorado. 

"Sólo se destruye aquello que se sustituye". La confianza en Dios fue sustituida por la adoración de la ciencia empírica, que no de la filosofía, y aquello produjo dos guerras mundiales y una tercera, la peor de todas, esa que, en una genialidad porteña, el Papa Francisco, ha calificado como la III Guerra Mundial, "a trozos". 

En definitiva, como asegura el gran Leonardo Castellani, hemos pasado de la superstición del progreso a la idolatría de la ciencia. Y el intelectual argentino -quizás el último intelectual de Occidente- ha hecho una de las mejores definiciones que conozco de ese tan alabado como estúpido positivismo que arrastramos desde hace más de 100 años y que ha convertido la ciencia en el ídolo triste del tristísimo hombre de hoy. Pasen y lean: "No hay en su objeto nada que el corazón del hombre puede amar. La ciencia se ha convertido en algo impersonal, inhumano, exactamente como un ídolo. Desde la segunda etapa del renacimiento (siglos XVI Y XVII) la concepción de la ciencia es la de un estudio cuyo objeto está colocado fuera del bien y del mal. Sobre todo del bien, sin relación alguna con el bien...

El cientifista actual parece el cordero pero habla como el dragón". 

Maldita ciencia, malditos científicos... al menos los de hoy. Bueno, la inmensa mayoría.