¡Todo está contra el ateo, pobre hombre!
Es duro ser ateo, muy duro. Argumentalmente, la parte inmaterial se justifica bastante bien. Más que demostrable resulta casi evidente (si fuera evidente sería material, pero dejemos eso). Por ejemplo, hasta el más simple de los hombres que se plantee las preguntas básicas puede hacerse el siguiente planteamiento: si ni una sola de las células de mi actual cuerpo, materia, existía hace diez años, ¿cómo es que sigo siendo el mismo que entones, con mi mismo nombre, mis recuerdos y mi historia?
Y entonces llegará a la conclusión de que existe algo inmaterial, y le llamará espíritu, personalidad, aura, psicología o alma, según depende. En cualquier caso, habrá llegado a la constatación de la existencia de lo espiritual y a su complemento necesario: el espíritu es lo que permanece, la materia está en continuo cambio y, por tanto, no puede ser la esencia de nada. Pero claro, en cuanto aceptamos la existencia de espíritu en el hombre anfibio del cuerpo -alma, la tentación llega por sí sola: ¿Si yo soy un anfibio de espíritu y materia, seguramente habrá otros que sean espíritu sin materia? Y de ahí a la cuestión más peligrosa: lo único que no puede hacer un espíritu, aquel capaz de conocer y amar, es crearse a sí mismo de la nada. Y de ahí al Creador, ¡ay, ay ay!, sólo hay un paso. Por eso, el materialista se entretiene con bosones capaces de crearse a sí mismos y de procrear como conejas, así como con otros clavos ardientes. Por eso, también, intenta defenderse de la obsesionante idea de Dios, al menos para un ateo, con la excusa de las neuronas. Sí, cierto, las neuronas no cambian, al menos durante la edad adulta, que no es otra edad que la de la decrepitud del hombre: a partir de los 25 el cuerpo no hace otra cosa que degenerar (y el espíritu no hace otra cosa que encabronarse, diría un cínico, pero a los cínicos no hay que hacerles caso). Nuestro pobre materialista, cercado por argumentos y sospechas lamentables, que muestran y demuestran la existencia de lo espiritual, se refugia en las neuronas, hasta que comprende que lo de menos es que la neurona sea la parte material menos mutable (y ni tan siquiera, recuerden la neurogénesis) aunque no totalmente, sino que, a la postre, qué más da: si no cambian las neuronas sí cambia su composición química, así que estamos en las mismas: sólo el espíritu permanece. Sí, la vida del materialista, por tanto del ateo, es ciertamente dura, inclemente. Por cierto, ¿la gente se convierte a la fe por esta ligazón científica, es decir, argumento material? Naturalmente que no. Como mucho, sirve para asentar una fe ya iniciada. En el fondo, el loado diálogo entre razón y fe resulta muy aburrido. Entre otras cosas, porque los cristianos no creemos en un qué sino en un quién y porque los creyentes no somos los que creemos en Cristo, sino los que amamos a Cristo. Las neuronas están de nuestro lado pero suponen un triste aliado: nos sirven para más bien para poca cosa. Eulogio López eulogio@hispanidad.com