San Josemaría, fundador del Opus Dei
Días atrás, me aseguraba un analista político:
-Vox ha sido fagocitado por el Opus Dei.
Le respondí con una sola palabra:
-Ojalá.
Curioso, a la Obra se la sigue viendo como lo que fue
El Opus Dei, 45 años después de la muerte de su fundador, entonces columna de la Iglesia, influye hoy menos que un gitano en un juzgado (seguramente por esta expresión seré acusado de ignominioso racista).
Para entendernos: un día como hoy, un 26 de junio de 1975, moría en Roma, sin dar la lata, José María Escrivá, fundador del Opus Dei, canonizado San Josemaría. Si hoy levantara la cabeza -la tiene bien alta- empezaría a arrear zurriagazos a derecha e izquierda.
Lo primero que llama la atención en el Opus Dei de ahora mismo es que la santidad ha envejecido. Me explico: los veteranos del Obra se dividen en dos grupos: los caritativos que lo callan y los deprimidos que lo cuentan.
Huir del radicalismo es huir del bien, lealtad y la belleza… siempre radicales
La santidad no sólo ha envejecido porque el nivel de exigencia a los miembros de ayer fuera más superior al de hoy, sino porque cuando, hace 45 años, entrabas en un centro de la obra aquello parecía una organización juvenil y hoy parece un asilo. Un importante descenso de vocaciones en lo que fue un verdadero semillero.
Lo preocupante, con serlo, no es la falta de vocaciones sino el intento de ‘aggiornarse’, concretado en esa obsesión por no caer en ningún tipo de radicalismo, cuando todo el mundo sabe que no hay nada más radical que el bien, la verdad y la belleza. El Opus Dei del siglo XXI ha embarrancado en una curiosa tendencia a ser aceptado por el mundo, cuando el objetivo primigenio consideraba, como prueba primera de rectitud de intención, que el mundo te odiara.
Eso sí: la Obra continúa teniendo enemigos, también dentro de la Iglesia, porque algunos odian todo lo que suene a ortodoxia y porque, no lo olvidemos, la tercera edad de la Obra constituye un poderoso ejército en pie de guerra.
Además, quien tuvo, retuvo, pero no se puede vivir eternamente del pasado. O sea, que hay que volver a san Josemaría, que no es pasado sino presente rabioso.