- La única forma de vencer a la soberbia es con alegría.
- Ojalá hubiera más vanidosos y menos orgullosos.
En la vida política española percibo muchas alusiones a la sana virtud de la humildad. El insulto de moda de un político a otro se llama hoy soberbia. Recuerdo que la abortera Carmen Montón, una de nuestras peores ciudadanas, se lo espetaba en cada sesión de control al ministro Gallardón a cuenta de la mini-reforma del aborto: con su soberbia y prepotencia habituales. Bramaba la serpiente al estafador.
Y esto es bello e instructivo, porque, en efecto, la humildad es la principal virtud. Eso sí, con esa sapiencia moral que caracteriza a nuestra clase política, resulta que no saben de qué están hablando y acaban confundiendo la soberbia con alguna de sus manifestaciones menores, tales como la altanería y la arrogancia. La mayor confusión de todas estriba en identificar soberbia con vanidad que poco o nada tienen que ver. Ojalá hubiera más vanidosos y menos orgullosos.
Al soberbio se le descubre por dos guías básicas, que vienen a ser una: susceptibilidad y rencor. Lógico: está tan pagado de sí mismo que no soporta que no se le sobrevalore. Pero el orgulloso -ahí reside nuestra clase política- intenta pasar por humilde, por ejemplo con una feroz autocrítica. Lógico: lo que no soporta es que le critiquen los demás.
En cualquier caso, los únicos que se libran del rencor son los niños: la humildad anida en la infancia, en el corazón de Cristo… y me temo que en ningún otro lugar.
Y ojo, la única solución contra la soberbia no es intentar ser humilde. Clive Lewis decía que la humildad no consiste en hombres inteligentes intentando creer que son tontos y mujeres bellas intentando creer que son feas (bueno, ambos fenómenos resultan un poco extraños, hoy). No, el único remedio contra el orgullo es la alegría, ese sentido de proporción y ecuanimidad que sólo se logra con lo que se llama buen humor. Ahora observen la actitud de nuestros líderes políticos hablando de humildad y comparen.
Eulogio López
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