Sr. Director: Lejos de nosotros pasan cosas importantes. Me refiero a la muerte del magistrado del Tribunal Supremo de Estados Unidos, Antonin Scalia, que sucedió hace unos meses, un buen cristiano y un buen ciudadano. El funeral católico fue celebrado por su hijo sacerdote Paul, quien destacó la fe de su padre, que había recibido como un tesoro y un talento para dar fruto; ella alimentaba su paternidad y amor a su esposa; su entrega a la familia numerosa de nueve hijos; y su coherencia en su profesión. Su hijo, durante el funeral destacaba un aspecto capital de su quehacer público al afirmar que "Él entendió que no hay conflicto entre amar a Dios y amar a la patria, entre la fe y el servicio público. Papá entendió que cuanto más profundizase en su fe católica, mejor ciudadano y servidor público sería. Dios le bendijo con el deseo de ser un buen servidor de la patria porque, antes, lo era de Dios". Esto ocurre a miles de kilómetros de España -pero tan cerca por aquello de la aldea global- donde nuestros magistrados no suelen tener nueve hijos, no suelen ser católicos practicantes, y los que lo son de nombre no suelen ser coherentes con los valores de nuestra civilización cristiana, como la defensa de la vida. Porque entre los cargos importantes en la magistratura, en la política o en las grandes empresas impera mucho miedo a nombrar siquiera al Dios cristiano, mientras se va extendiendo en la sociedad -institución a institución, persona a persona- el laicismo como interpretación falsificada de la aconfesionalidad del Estado español, establecida en la Constitución que dice: "Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones" (Art 16, 3). Jaume Catalán