Sr. Director: En esos campos, hay cancha abundante para el trabajo de los más jóvenes, con una justificada temporalidad, indispensable para adquirir experiencia y mejorar la propia formación profesional. No es tópico afirmar que el futuro será de quien innove. La velocidad del cambio exige a personas individuales y empresas -con permiso del Estado y de los sindicatos- una especial capacidad de adoptar enfoques nuevos. Muchas empresas se ven abocadas a reducir efectivos, mientras otras necesitan aumentar sus plantillas. Se ha escrito que, tal vez, sólo un 20% puedan seguir en los próximos años con sus dimensiones actuales. Algo semejante sucede con la cualificación profesional de los ciudadanos. Al cabo, es la persona quien saca adelante empresas e instituciones, con su capacidad de innovar o, al menos, de adaptarse a los cambios, sin miedo a la libertad. Hará falta flexibilidad, ductilidad, también para superar el creciente estrés personal y social derivado del trabajo: por el ambiente laboral, por las condiciones reales del empleo, o por no tenerlo y fracasar en la búsqueda. Preciso será también adaptar el modo teológico de abordar el trabajo desde la doctrina social de la Iglesia, para precisar mejor las exigencias de la dignidad humana en una economía cambiante, no estacional. Está en juego una de las enseñanzas centrales del Concilio Vaticano II: la llamada universal a la santidad. También hay que vivirla en trabajos ocasionales, fragmentarios o, incluso, microscópicos para el conjunto de las relaciones humanas. En tiempos de máxima división del trabajo, no se puede pensar teológicamente en términos de artesanía. Juan García