Religión progresista
Sr. Director:
Nos empeñamos en seguir dividiendo el espectro político de izquierda a derecha, de tal manera que todos afirman que tanto a izquierda como a derecha la próximas elecciones son vividas con expectación y preocupación inéditas. La izquierda teme un nefando regreso al fascismo; la derecha, un nefasto asentamiento del sanchismo. Sin embargo, bajo esas fáciles etiquetas mediáticas se esconde una alternativa más profunda. El próximo 23 de julio serán sometidos a votación dos modelos incompatibles de nación. Y el problema es que la conocida división de bloques entre izquierda y derecha no corresponde a la real división que establecen estos dos modelos de nación. Un rápido y superficial análisis de los eslóganes electorales puede darnos una primera orientación. «Ahora, progreso», dice el PSOE. Ahora, es decir, tras un tiempo de no se sabe bien qué, progreso. Sumar es más claro: «Un nuevo país». Es decir, ha llegado el tiempo del progreso, de construir un nuevo país. Por otra parte, Vox se posiciona deliberadamente contra ese nuevo modelo de país. Vox quiere «decidir lo que importa». Sólo el PP parece no posicionarse en esta alternativa. «Es el momento», proclama con solemnidad. ¿El momento de qué? Nos lo han dicho por activa y por pasiva: es el momento de acabar con el «Sanchismo», es el momento de cambiar los nombres de los ministros y, sobre todo, del presidente del gobierno.
¿Apuesta, entonces, el PP por el «nuevo país» de la izquierda o lo rechaza? El pasado 10 de julio, en el debate que los medios de comunicación no han tardado en bautizar «bipartidista», Feijóo ofrecía a Sánchez un pacto para la restauración del bipartidismo. En él se leía: «El Partido Popular y el Partido Socialista son los dos grandes pilares sobre los que se ha asentado la estabilidad de nuestra democracia y sobre los que deberían construirse los grandes Pactos de Estado que nuestra Nación requiere». Con este pacto, el candidato popular pretendía sellar extraparlamentariamente (dicho sea de paso) el bipartidismo y evitar así «que mediasen concesiones a fuerzas minoritarias en aquellas materias sobre las que existe un amplio consenso entre ambos partidos y sus aliados europeos». Es decir, «respetando las lógicas diferencias ideológicas que fundamentan que cada partido presente propuestas programáticas y políticas alternativas», el PP se reconoce oficial y públicamente en el modelo de nación por el que el PSOE lucha. Por eso, celebran grandes pactos de Estado contra la violencia machista y el cambio climático; por eso, ondean unánimemente la bandera LGTBI; por eso, reconocen por igual el aborto como derecho de la mujer; por eso, en suma, comparten la misma agenda, la Agenda 2030. Cambian matices, acentos y colores, realizan mejores o peores gestiones económicas y jurídicas, actúan con estilos distintos, pero están dispuestos a una alternancia política, porque ambos se reconocen en el mismo modelo de nación.
Y no olvidemos que la restauración del bipartidismo no es una propuesta exclusiva del PP. También el PSOE ha planteado acuerdos similares. Pero los socialistas añaden una exigencia: una ruptura irremediable y definitiva con Vox. ¿Qué papel juega, entonces, Vox en este escenario político? Según la izquierda, se trata de un partido ultra, un partido que quiere revertir el “progreso” de la nación y volver al fascismo. Sobre esta consideración de ultras hablaba monseñor Jesús Sanz Montes, arzobispo de Oviedo, en un artículo de opinión, publicado por el ABC el pasado 11 de julio: De incendios y elecciones generales, cuyo título me he tomado la libertad de parafrasear. El arzobispo iniciaba lamentando el «desplazamiento calculado de la presencia cristiana en la sociedad», así como la consecuencia de que «lo que la comunidad cristiana puede hacer o decir, sufre una censura implacable al ser expulsada del paraíso de la modernidad donde se autoentronizan en su templo los nuevos predicadores». Tras la denuncia, tacha de «prejuicio etiquetador» la alarma de la izquierda contra la llegada de los «ultracatólicos». El resto del artículo es una defensa del «patrimonio cultural, moral, convivial, religioso» que los cristianos hemos dejado a España y que ahora «una sociedad plural, a veces líquida, sin horizontes morales sólidos, y con un prurito neopagano que hace gala de su postcristianismo de salón» pretende incendiar. A los cristianos –concluye el arzobispo– nos toca «reestrenar lo que vale la pena», con un claro guiño a la llamada de Vox a «votar lo que importa». ¿Y qué vale la pena? Precisamente los pilares del programa social de Vox: la defensa de la vida desde la concepción hasta la muerte natural, políticos que cumplan su palabra, libertad de expresión religiosa y cultural, libertad de los padres a elegir la educación de sus hijos, el respeto a la historia y el rechazo de la “memoria histórica”, la unidad nacional y la conservación de nuestra historia y de nuestro legado.
No es mi intención extenderme ahora sobre cómo debe ser la sociedad cristiana. Eso es una tarea que gustosamente cedo a los obispos. Yo aquí pretendo más bien ofrecer algunas reflexiones sobre la religión del nuevo modelo de nación, del nuevo país que la actual izquierda quiere crear. Y sí, ese nuevo modelo tiene una religión, pues no es posible fundar nación alguna sin religión. El desplazamiento calculado de la presencia cristiana en la sociedad no ha dado lugar a una sociedad aconfesional, o sea, sin religión, sino que ha traído –como señalaba monseñor Sanz Montes– a nuevos predicadores y ha edificado nuevos templos. Y es que para que una comunidad humana se reúna, para que un grupo de individuos se reconozca bajo el signo único de una comunidad, necesita no sólo una bandera, sino también un Dios al que temer. Initium sapientiae timor Dei. Y no hace falta que ese Dios sea un sujeto personal, trascendente y eterno. El concepto de Dios que unió en sociedad a los primeros hombres no fue el concepto de un ser personal y trascendente, sino el de un juez eterno que esperaba más allá de la muerte. Dios, como originario elemento unitivo de la sociedad, es más bien un ideal ético que lleva a los hombres a volver constantemente sobre sí mismos para evaluarse y corregirse incesantemente, un ideal unánimemente profesado que los lleva a reconocerse pecadores y les indica el camino a seguir hacia la adquisición de la virtud y una salvífica felicidad. Ahora bien, ¿no es ése precisamente el papel que en nuestra actual sociedad ocupa o debe ocupar, según los partidarios de la Agenda 2030, la igualdad, el feminismo, la ideología de género, la sostenibilidad ecológica y la fraternidad internacional? ¿Acaso no hemos nacido todos marcados por el pecado original del machismo? Yo nací en el machismo; y en el machismo me concibió mi madre. Del machismo he de redimirme.
¿Y no hemos nacido todos en un mundo de consumo irresponsable que debemos convertir instaurando una sociedad ecosostenible? ¿O es que no quieres escuchar la voz que grita en el desierto: «¡Allanad el camino a la transición ecológica, enderezad vuestro consumo! Todo coche se detenga y toda bicicleta circule»? El tiempo se ha hecho breve, hermanos. Hombres, emancipad a vuestras mujeres y convertíos a una masculinidad menos tóxica y más igualitaria; mujeres, empoderaos porque nadie debe ser la cabeza de la mujer. ¿Y no son acaso sacerdotes de esta nueva religión nuestros responsables diputados, que iluminados por la luz de la ciencia que viene allende los mares (de tierras neoyorquinas), administran la ley de cada día y nos redimen de un apocalíptico cambio climático? ¿No son los parlamentos los templos de la nueva soberanía mundial? ¿Y no son acaso días sagrados en los que unánimemente celebramos los grandes dogmas de esta nueva religión el 8 de marzo, día feminista contra la violencia de género, el 28 de junio, día del orgullo LGTBI, y el 6 de diciembre, día de la Constitución con la que pusimos las bases jurídicas de la nueva nación? ¿Y no es acaso el rico calendario de días internacionales el nuevo santoral de la nueva religión? Toda convivencia exige ser regulada por un marco ético común unánime y pacíficamente reconocido. Y nada ayuda más a forjar la conciencia nacional de la nueva religión que los grandes y oficiales días festivos. ¿Y no es acaso la bandera multicolor la bandera de la nueva religión, la bandera en la que todos podemos reconocernos libres y liberados de las cadenas de la vieja imposición moral? ¿Cómo explicar si no, la obsesión de los partidos gobernantes por ponerla junto a las banderas locales en los edificios oficiales? ¿Y por qué ahora? «Cuando llegó la plenitud de los tiempos envió la Igualdad a sus ministras». Hasta ahora habíamos vivido en una sociedad marcada por la desigualdad, pero las nuevas predicadoras nos han traído el anuncio de la salvación.
El Reino de la Igualdad ha empezado, y de nosotros depende que se instaure. La Igualdad nos ha traído derechos que las cadenas de la opresora moral cristiana nos impedían ejercer. Gracias a la Igualdad hemos roto las cadenas del amor y la familia tradicionales, y podemos rehacer nuestro cuerpo según el dictamen de nuestra sacrosanta e inviolable autopercepción. Gracias a la Igualdad podemos disponer de la vida como queramos, ya sea nuestra o de nuestros hijos. Ahora bien, vigilad. Debemos estar atentos, pues el Maligno acecha constantemente. El Gran Tentador, el Fascismo, lucha sin descanso para volver a seducirnos a las viejas ataduras del pasado. Por eso, tenemos que ser fieles al mandamiento nuevo: «Amar al planeta por encima de todas las cosas y al prójimo como se autoperciba». Urge reducir la población mundial para evitar la catástrofe climática. Santísima Igualdad, tú que quitas el machismo del mundo, reduce nuestra huella de carbono, perdona nuestro consumo como también nosotros perdonamos a los que no reciclan y líbranos del fascismo. Amén. Una sociedad aconfesional no es más que un mito, que engaña sólo a quien quiere deshacerse de la vieja religión. Pero desplazándola, consciente o inconscientemente, trae siempre una nueva. Las próximas elecciones son una oportunidad, quizás incluso una obligación, para los cristianos de luchar por no ser desplazados definitivamente de la sociedad y evitar que los colores de nuestra bandera se multipliquen indefinidamente. Y para evitarlo no sirve cualquier voto. No sólo estamos obligados a no votar a los nuevos predicadores, tampoco podemos votar a los que han renunciado a defender la vieja religión. La batalla empezó hace mucho. Y no entrar en batalla es dejar el campo libre a quien quiere traer «un nuevo país».
Es el momento, sí, pero no el momento de sustituir a los políticos socialistas por otros políticos dispuestos a perpetuar el nuevo orden social. Es el momento de atender a lo importante, es el momento de aunar el voto en torno al último paladín de la vieja religión y de la vieja nación, último defensor de lo que vale la pena. ¿Para qué vivir si perdemos los motivos por los que vivir? No se trata de imponer a los católicos el voto ni de arrebatarles la libertad que a tan alto precio fue comprada. Se trata de tener entre nosotros el mismo sentimiento, se trata de marchar todos como uno para evitar que nos arrebaten la posibilidad de vivir cristianamente. ¿O acaso creen los católicos biempensantes que cuando la ideología de género sea finalmente religión oficial del Estado, los pedagogos estatales no se la enseñarán a nuestros hijos como verdad incuestionable? ¿O acaso creen los católicos biempensantes que cuando la nueva religión neopagana triunfe definitivamente y los últimos católicos militantes hayan sido derrotados, podrán profesar abiertamente la religión católica? La libertad que Cristo compró con su sangre no era la libertad del voto cómodo. Cristo no vino a traer paz, sino espada (Mateo 10, 34). La libertad que Cristo nos ha conquistado es la libertad de vivir habitados por Él, la libertad de llevar una vida en comunión con Él en un reino cristiano. Por eso, obligación nuestra es luchar por el reinado social de Cristo, por una sociedad cristiana. Ciertamente esa lucha no se limita a un voto cada cuatro años, pero pasa también por el voto que cada cuatro años los españoles estamos llamados a emitir. El 23 de julio, apuesta por lo importante