Sr. Director:

Todavía queda el eco de La Fiesta de la Visitación (31 de mayo), una fecha particularmente oportuna para reflexionar sobre los mayores.

Vaya mi condolencia a los familiares de ancianos que han perdido la vida directa o indirectamente por el Covid–19. Mi admiración a los cuidadores en las residencias. Hay ancianos que viven en residencias por su propia voluntad; otros, por necesidad;  no faltan aquellos que están allí en aras de la comodidad de los suyos, influenciados por el ambiente materialista y  hedonista que nos rodea.

No debemos discriminar a los ancianos. Insiste, el Papa Francisco, en que  no se les debe descartar y que “ Dios se hace visible en las manos temblorosas de los ancianos olvidados”.

Con nuestros mayores tenemos una deuda de  gratitud: por ellos, “somos lo que somos”. Pese al ambiente de materialismo que nos rodea, todavía hay personas que “con sus atenciones y su amor misericordioso  hacen agradable la vida de los mayores y que se sientan amados y útiles (…)”.

Pienso que las familias deben hacer lo posible por no alejarlos del ambiente familiar. Debemos tomar conciencia de esta verdad: acoger a nuestros mayores en nuestra casa y hacer que se sientan como en la suya, agrada a Dios. A quienes así obran, cuando los pierden tienen el consuelo del Señor, que recompensa con la paz  y la paradoja de una  íntima alegría en medio de la pena natural.

Nuestros mayores merecen ser tratados con veneración y que tengamos, hacia ellos,  una solicitud filial.  En palabras del  Papa sabio Benedicto XVI: “ Se debería impulsar un compromiso mayor, empezando por las familias y las instituciones públicas, para que los ancianos puedan permanecer en sus hogares”.

 Muchísimos ancianos “han mantenido su fidelidad a Jesucristo en su Iglesia durante tantos años…y son “un testimonio para los que vienen detrás”. Tengamos en cuenta que “cada edad tiene su belleza y sus tareas” y que la palabra de Dios muestra una gran consideración por la edad avanzada, hasta el punto de que «la longevidad es interpretada como un signo de la benevolencia divina» (San Juan Pablo II).