Sr. Director:
Más de una vez habremos observado que hay muchas personas, especialmente jóvenes, que necesitan el bullicio, los gritos, la música a tope. Esas personas tienen una sensación rara en un ambiente de silencio. Tienen miedo y ese miedo tiene una lógica porque el silencio supone soledad casi siempre, aunque en la liturgia hay momentos de silencio y en ciertos espacios de trabajo también, como puede ser la biblioteca de la universidad.
Tienen miedo porque es una situación no habitual que los lleva a la reflexión. Y precisamente por eso, porque nos ayuda a reflexionar el silencio es de gran ayuda, pero no saben cómo gestionarlo. Hay miedo a entrar en el propio yo, en la propia conciencia, y por eso hay poca experiencia de lo que supone buscar el silencio. Buscarlo para algo productivo, no solo para un descanso nocturno o una buena siesta. Necesitamos el silencio para pensar. Pero son muchos quienes llevan el móvil conectado en todos los momentos del día.
“El mero callar no procura por sí mismo silencio, -escribe Ratzinger- pues bien puede ocurrir que un hombre exteriormente mudo se halle interiormente desgarrado por la inquietud que le producen las cosas. Alguien puede callar y tener un ruido intranquilizador dentro de sí. Encontrar el silencio significa descubrir un nuevo orden interior”[1]. Y esta es la cuestión pendiente, lo que realmente preocupa, observar a tantas personas que necesitan ruido, tienen miedo a la reflexión.
Muchos no saben ni siquiera que es eso del silencio, porque aunque esté callado en su casa, casi siempre hay un vecino con la televisión demasiado alta o, aunque sea hora de dormir, tenemos un aparato doméstico sonando toda la noche. El concepto de silencio se adquiere en la soledad de la naturaleza. En la montaña hay momentos sobrecogedores, maravillosos, porque se oye el silencio. Es una experiencia que no se puede explicar.