Sr. Director: Ante el avance de la secularización en los países católicos, otrora observantes de los derechos de Dios y ahora volcados en el hedonismo más completo, la Semana Santa ha perdido su identidad y más bien, estos días son dedicados al disfrute y a la aventura viajera, cuanto más exótica mejor, para olvidar la rutina que se ha acumulado desde las vacaciones de Navidad, las cuales también andan hoy muy lejos de su verdadero sentido. Y si nos ponemos a pensar, algo de lo que el hombre actual huye, dedicado sólo al momento que vive y que se desliza de sus manos sin poder impedirlo, nos damos cuenta de que Dios tiene algo que decir, también a los habitantes del siglo XXI, y quizá más que en épocas pasadas, porque el misterio de la intercomunicación divina-humana está resquebrajado  y ausente, ya que muchos han olvidado que la vida pasa y el juicio de Dios permanece sobre cada hombre que pisa esta Tierra. La Semana Santa es una llamada a reconocer el amor salvífico de un Dios que tomó nuestra carne para hacerse asequible, también al dolor y a la muerte y, de esta manera, salvar a la raza humana de un destino eterno de condenación. Los días santos se denominan así porque comprenden los actos por los que Jesús instituyó dos sacramentos y nos abrió las puertas del Cielo. Tratar la Semana Santa como disculpa para el disfrute no es razonable y supone un agravio al Amor de Dios. La Iglesia nos propone pasarla en oración, meditando el por qué un Dios haría una cosa semejante, es decir, morir en una cruz, si no fuera porque así, aún el mayor de los pecadores puede reconciliarse con Él mediante el sacramento del Perdón, siendo éste un juicio a lo divino, en el que el culpable es liberado de todo castigo y absuelto. Qué poco nos costaría hacer feliz a Dios, si estos días los empleáramos en acercarnos a Él, viviendo los oficios de Semana Santa y acudiendo al tribunal de la misericordia haciendo borrón y cuenta nueva de nuestra vida pasada. María Dolores Bravo