Sr. Director:
Se ha repetido mucho en las últimas semanas el adjetivo nuevo. Pero las últimas manifestaciones colectivas denotan más bien una gran vejez de espíritu, como si el virus hubiera empequeñecido las neuronas de amplias capas de las sociedades occidentales. A veces, un poema o la viñeta de un humorista aciertan a reflejar un fenómeno complejo.
El gran movimiento iconoclasta se extendió en la edad media, sobre todo en oriente. He de confesar que nunca lo entendí. Quizá tuvo su origen en fenómenos de protesta viscerales como los que observamos estos días. Casi nadie podía esperarlos, ni siquiera los propios protagonistas de la violencia, aunque la paulatina transformación de lo políticamente correcto en políticamente impuesto, presagiaba males mayores, como sucedió en tantas universidades de Estados Unidos, antes de la reacción surgida en Chicago.
Hasta ahora, tras la caída del Muro de Berlín, ese tipo de violencia se asociaba a las regiones de Oriente. Marcó un hito la voladura, ordenada en 2001 por el régimen islamista talibán, de las estatuas de Buda en Bāmiyān (Afganistán). En un momento liberador del autoritarismo, sí pudo tener sentido echar abajo la estatua de un dictador, como la de Sadam Husein en 2003: se comprende la euforia popular ante un símbolo de la liberación, posible también con la ayuda del ejército americano.