Sr. Director:
Desde hace ya mucho tiempo, debido, lamentablemente, a la permisividad de las legislaciones de muchos estados, nos obligan a convivir con una idea, que es una imposición, de que abortar un niño es lo mismo que quitarse un grano del cuerpo. El problema es que el grano no posee ninguna dignidad propia. Sin embargo, el niño, que ya vive, posee exactamente la misma dignidad que cualquier otro ser humano; la misma que posee aquél o aquella que, por depender de él o ella, le puede matar.
Dicen que la ley del aborto no es una imposición y que la mujer que no quiera abortar es libre de no hacerlo. El engaño del argumento es que la imposición no es para la mujer o el hombre cuya vida ya está, más o menos, resuelta y asegurada. La víctima de tal imposición es el niño que ya vive y, ante su indefensión, se le dice: no quiero que sigas viviendo.
Se trata de una argumentación radicalmente contraria a la dignidad del ser humano y no tiene en cuenta, para nada, que lo más valioso que poseemos los hombres y las mujeres es, precisamente, nuestra propia dignidad de ser seres humanos; y, en consecuencia, la obligación universal del respeto al primer derecho que se deriva de tal dignidad: el derecho a la vida y a seguir viviendo.
Un niño, aunque esté en el seno de su madre, ya es un niño. Con su personalidad propia y única, aunque su personalidad sea aún muy pequeñita e incluso ínfima; y su ser, tal como es, va creciendo y desarrollándose. Esto lo saben bien las madres y los padres.