Según los tratadistas de Derecho Internacional un Estado tiene tres elementos constitutivos mínimos: territorio, población permanente y gobierno efectivo. El más importante, sin duda alguna, es el segundo. Un territorio sin población es una finca, más o menos grande, con un dueño que no podría tildarse de gobierno. Los gobernantes los saben: sin población que gobernar, no se puede ejercer gobierno y por ello suelen ver con terror las emigraciones masivas desde su territorio a otros. De hecho, a menos población, menos producto que gravar y, por lo tanto, un gobierno menos rico. Esto explica muchas cosas, por ejemplo, el interés de las repúblicas socialistas en impedir el éxodo de la población. Pasaba antes de la caída del muro de Berlín y sigue pasando en Cuba o en Corea del Norte.

Las pensiones públicas han sido un muy efectivo sistema de fijación de la población al territorio. Un individuo que tiene la promesa del Estado en cuyo territorio reside de ser socorrido por éste cuando alcance la vejez, tiene, según se acerca ese momento, cada vez menos incentivos para abandonar dicho territorio. Las pensiones públicas, pues, no son un mecanismo de solidaridad intergeneracional, como dicen los políticos. Son, en todo caso, un mecanismo clientelar que asegura al Estado población y, lo que es más importante, dependencia del individuo respecto de este último. Al fin y al cabo, la solidad intergeneracional se pude dar perfectamente dentro de la familia sin necesidad de ese agente externo que es el Estado.

Necesitan inmigrantes para sostener sus compromisos y tener población; si no, en unas décadas dirigirán grandes fincas con unos pocos viejos

Si el Estado no cobrase a sus administradas cargas para asegurarles la pensión, estos dispondrían de más dinero para ahorrar y crear un patrimonio que compartir con sus hijos a cambio de sus cuidados en la senectud. Pero claro, esto crea dos tipos de problemas al Estado moderno: uno es la independencia del individuo y de las familias respecto de su tutela y, otro, la libertad del individuo para tomar a su familia y traspasar las fronteras del Estado cuando le plazca sin dejar atrás eso que se llaman derechos consolidados y que son todo menos derechos y consolidados, pues son una gracia que el gobierno de turno recalcula según sus posibilidades en cada momento. Es por eso que los gobernantes son tan contrarios a los mecanismos de previsión para la vejez privados: no les aseguran poblaciones permanentes en sus territorios. Si puedo llevarme lo ahorrado para la vejez a otro sitio en cualquier momento ¿por qué voy a aguantar a este gobierno?, puede alguien decirse a sí mismo en un momento dado.

Los estados modernos parecen haber cavado su propia tumba con las políticas antinatalistas que han promovido. Sus poblaciones envejecen sin recambio generacional que las mantenga y los incentivos a quedarse en el territorio que gobiernan son cada vez menores para los más jóvenes. Al fin y al cabo, el joven ve ya en sus primeras nóminas el elevado coste que tiene que sufrir y la promesa de una pensión se le queda muy lejos como para aguantar. Vistas así las cosas, los gobernantes serán siempre en los países ricos y envejecidos partidarios de la inmigración. Necesitan a los inmigrantes para sostener sus compromisos y para tener población, si no, en unas décadas dirigirán grandes fincas con unos pocos viejos. Los viejos, y los que nos vamos acercando, también los necesitamos, porque no nos han dejado otra opción. Así de duro.