Tiempos difíciles… ¡Muy difíciles! Sin duda, los peores tiempos sobrevienen cuando ya todos se ponen en contra de Dios, porque hasta los jerarcas eclesiásticos se alían con el poder político y se pasan al bando de los perseguidores contra los fieles que siguen a Cristo…

Sin embargo, cuando ya no queda nada ni nadie a lo que agarrarse, cuando la soledad es tan absoluta que, envueltos en silencio, no llega a los oídos ni el menor de los ruidos mundanos, solo entonces el alma se inunda de paz, al escuchar la voz de Dios:

—“Acepta todo de buen grado y no te preocupes por tu martirio, pues al final estarás en el reino del Paraíso”.

Y aconsejo a mis lectores de mente retorcida, —aunque pocos, alguno tengo— que aparten de sus caletres el pensamiento de que lo dicho anteriormente se refiere a la situación actual, a la que atravesamos los católicos españoles en esta pandemia del coronavirus, y de la que algún obispo español ha afirmado con toda verdad y con un orgullo incomprensible, como si fuera un mérito, que en sus disposiciones, la Conferencia Episcopal Española ha ido más lejos aún que este Gobierno de socialistas y comunistas. Él sabrá lo que ha escrito y cada uno será responsable de lo que ha hecho, porque lo verdaderamente importante es que dentro de unos cuantos años, Dios nos juzgará justamente a cada uno. Pero a lo que estamos Remigia, que se nos pasa el arroz…

Cuando ya no queda nada ni nadie a lo que agarrarse, cuando la soledad es tan absoluta que, envueltos en silencio, no llegan a los oídos ni el menor de los ruidos mundanos, solo entonces el alma se inunda de paz al escuchar la voz de Dios

Como mis artículos están en deuda perpetua con la Historia, por eso este domingo quiero recordar que ayer mismo se cumplió justo un siglo de la canonización de Santa Juana de Arco, que tuvo lugar en la Basílica de San Pedro el 16 de mayo de 1920, ceremonia que fue oficiada por el papa Benedicto XV (1914-1922).

Por lo tanto, debo de aclarar que quien escuchó esa voz consoladora de Dios fue una aldeana francesa de tan solo 19 años, pobre y analfabeta, que se tuvo que enfrentar a un proceso judicial en la que estaba condenada, de antemano, a morir en la hoguera. Su sentencia de muerte fue emitida en un juicio, que fue una auténtica farsa montada para servir al poder político por los altos cargos de la intelectualidad del momento, la Universidad de París, y dirigida por uno de los obispos más influyentes de Francia, Pierre Cauchon (1371-1442)..., no era la primera vez, ni sería la última en la que un obispo abandona la causa de Cristo y de su Iglesia, para ponerse al servicio de Satanás.

Juana de Arco nació en la pequeña aldea de Domrémy, en el año 1412. Fue una niña muy piadosa, peregrinaba con frecuencia al santuario de Nuestra Señora de Bermont, cuidaba de los enfermos y daba limosna a los pobres. Su párroco declaró “no tener una feligresa mejor en toda su parroquia”.

En la adolescencia tuvo su particular “anunciación”, como así la califica su mejor biógrafa Sor Marie de la Sagesse, en esta obra. Escuchó la primera manifestación de las voces, a los 13 años en el jardín de la casa de su padre, a la hora del Ángelus. En principio, el arcángel San Miguel le manifestó que venía a encomendarle una misión. Pero de momento solo le dijo que se preparase hasta recibirla, siendo una buena niña y que no se preocupase, que Dios le ayudaría.

La sentencia de muerte de Juana de Arco fue emitida en una farsa judicial montada para servir al poder político y dirigida por uno de los obispos más  influyentes de Francia, Pierre Cauchon

Con motivo del centenario de su canonización se acaba de estrenar un magnífico documental sobre la vida de la doncella de Orleans, en el que intervienen personajes y estudiosos de primera categoría internacional en el conocimiento de la vida de Santa Juana de Arco. Los responsables de este trabajo me hicieron el honor de llamarme para hacer de narrador y, naturalmente, acepté y acerté, porque yo no he visto ningún reportaje mejor, ni más atractivo. Y lo puedo decir sin pavonearme, porque mi aportación se limita a bien poco, la de ser un narrador, ya que no he intervenido en la toma de imágenes ni en la elaboración del guion. Ante todo, la verdad: pocas veces he trabajado tan poco y a la vez me he adornado con tantas plumas ajenas.

Les trascribo a continuación algo de lo que digo en este documental. Es fácil encontrar muchos paralelismos entra la situación que vivió la Doncella de Orleans y la nuestra. Entonces, Europa estaba siendo azotada por una terrible epidemia de peste negra, mientras la Iglesia sufría el llamado gran Cisma de Occidente, con tres pontífices que pugnaban por ser declarados el legítimo papa. Además, el reino de Francia estaba sumido en una guerra dinástica interminable que los historiadores llaman la Guerra de los Cien Años. De quien la ganara o la perdiera dependía, no solo el futuro de Francia, sino en buena parte el destino de la Cristiandad entera.

En un momento tan delicado y para resolver un conflicto tan grande, el Señor confía a Santa Juana de Arco, una joven analfabeta de 17 años, una doble misión. De una parte, una misión terrena que se convierte en el milagro político más grande de la Historia: puesta esta jovencita al frente de un ejército de 10.000 hombres, consigue liberar Francia del yugo inglés para coronar en Reims a Carlos VII, verdadero rey de Francia. De otra, una misión sobrenatural, su más importante misión, porque Juana es mucho más que una heroína nacional, es una santa que debía devolver el reino de Francia a su verdadero Rey y Señor, Jesucristo.

Como he dicho, el Delfín entregó a Santa Juana de Arco un ejército de 10.000 hombres para levantar el sitio que los ingleses habían puesto a Orleans, una vez convencido de que Juana era la enviada del Cielo para devolverle la corona, lo que le negaba hasta su propia la madre. La reina consorte de Francia, Isabel de Baviera (1370-1435), llegó a afirmar que su hijo no tenía derecho a la corona porque era bastardo, por haberlo concebido con otro hombre que no era su marido. Y como su majestad, la reina de Francia, era una mujer de las de reputadísima fama, nadie opuso inconveniente: todos la creyeron.

Esta jovencita al frente de un ejército de 10.000 hombres, consigue liberar Francia del yugo inglés para coronar en Reims a Carlos VII, verdadero rey de Francia. Pero es más que una heroína nacional, es una santa

Sin embargo, la verdad no era esa, ya que la señora madre del Delfín, al igual que el señor obispo Cauchon eran de los que pierden la dignidad y lo que haga falta para ponerse a la sombra del poder, y el árbol que en este caso les protegía de inclemencias de los rayos del sol eran los ingleses, que tenían todas las de ganar para hacerse los dueños del trono francés.

Santa Juana de Arco marchó sobre Orleans y asombró a muchos por la destreza militar que mani­festó durante las batallas. Un testigo, Margarita La Touroulde, relata: “Por lo que me parece, Juana era muy simple e ignorante, y no sabía absolutamente nada, salvo en lo referente a la guerra… En lo que toca a las armas, yo la he visto montar a caballo y llevar la lanza como lo hacía el mejor soldado, y esto maravillaba a todo el mundo”. Sucedieron varios milagros para que el ejército de Santa Juana de Arco pudiese levantar el sitio y entrar en la ciudad de Orleans, lo que tuvo lugar providencialmente el 8 de mayo de 1429, que según el calendario litúrgico de entonces era la festividad de San Miguel.

Después de liberar milagrosamente Orleans, Santa Juana y el Delfín marcharon hacia Reims, con el fin de coronarle rey en su catedral, como así se había hecho con los reyes de Francia desde Clodoveo (481-511). En el camino hicieron una parada en la Abadía de San Benoit-Sur-Loire, donde tuvo lugar un acontecimiento de suma importancia, como cuenta la detallada y rigurosa biografía escrita por Sor Marie de la Sagesse, a la que antes me he referido.

Sucedieron varios milagros para que el ejército de Santa Juana de Arco pudiese levantar el sitio y entrar en la ciudad de Orleans, lo que tuvo lugar providencialmente el 8 de mayo de 1429

Santa Juana de Arco, pidió a Carlos VII que convocase a los notarios de la Corte, para que dieran fe de lo que iba a suceder. Y una vez que estuvieron todos presentes, la aldeana de Domrémy se dirigió al rey en estos términos:

—“Señor, ¿me prometéis darme lo que os pida?”. —El rey en principio se quedó desconcertado ante semejante solicitud, pero no podía negarle nada tras la liberación milagrosa de Orleans y, en consecuencia, respondió:

—“Pide Juana”.

—“Gentil rey, quisiera tener vuestro palacio y vuestro reino”. —El rey, comprometido por haberle dicho que sí, respondió:

—“Juana, os doy mi reino”—Y, entonces Santa Juana de Arco, que en ese momento era la reina de Francia, dirigiéndose a los notarios dijo:

—“Anotad, el rey Carlos VII dona su reino a Juana. Juana dona a su vez Francia a Jesucristo”. —Poco después cambia su voz y dirigiéndose a todos los presentes prosigue:

—“Señores nuestros, ahora es el mismo Jesucristo quien habla. Yo, Señor Eterno, se lo doy al rey Carlos”.

Y mientras todo esto sucedía, el obispo Cauchon, cuya mitra solo servía para ocultar una desmedida ambición de poder, se ofrecía a los ingleses para eliminar a Santa Juana de Arco. Y lo consiguió, porque si bien es cierto el dicho de que Dios no pierde batallas, esos combates a los que se refiere la piadosa sentencia popular son los definitivos, los del Cielo, porque en esta tierra como los seguidores de Satanás, por malos que sean alguna cosa buena habrán hecho en su vida, y como en el infierno no se pueden premiar esas buenas acciones por pocas y pequeñas que sean, Dios como justo juez, que a nadie quita lo que se le debe, permite que los seguidores de Satanás obtengan su recompensa en este mundo en forma de victorias terrenales, pero solo terrenales, nada más que terrenales…

Javier Paredes

Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá.