Preocupado como estaba por lo que pudiéramos hacer en el partido del sábado pasado con el Real Madrid escudriñaba yo las noticias deportivas con esmero y miraba las otras solo de reojo, mientras corregía las pruebas de mi próximo libro. Y de repente se me apareció Soraya Sáenz de Santamaría y dijo: "Maza se ha ido". Y como desde que conocí y traté a Maza hace ya más de treinta años le tenía en alta consideración, lo primero que pensé es que había salido huyendo de la vicepresidenta y me preguntaba y… ¿Dónde está Maza? ¿Pero cómo podía yo pensar que una señora que perdió la vergüenza y hasta el sentido del ridículo para aparecer en público fotografiada en camisón, no fuera capaz de pronunciar la palabra muerte? Lo cierto es que de inmediato me di cuenta de que Maza se había muerto, y que ya estaba en la presencia de Dios, juez misericordioso, rindiendo cuentas de su vida, por lo que recé una oración por su alma, para que la sentencia definitiva le fuera favorable. Y a lo peor lo de Soraya no es una falta de atrevimiento a llamar a la muerte por su nombre, sino una determinada determinación como la de Santa Teresa pero con otra intención, para no reconocer que lo de aquí solo es una mala noche en una mala posada, porque incapaz de trascender el sentido de esta vida, no son pocos los que acaban orientado su vida por la máxima del comamos y bebamos que mañana…, nos iremos.
La formación de una cabeza católica (...) no se puede improvisar en un momento, ni aunque ese momento sea el de la muerte.
No fue este el caso de Felipe II que tenía un sentido trascendente de la vida y quiso que su hijo, Felipe III, siguiera sus pasos.  En efecto, Felipe III siempre estuvo a la sombra de su padre hasta el último momento, en que le transmitió su postrera enseñanza. Había enfermado tan gravemente el rey, que en la noche del 1 de septiembre de 1598, el arzobispo de Toledo, Don García de Loaysa y Girón, le administró los últimos sacramentos en el Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. En ese acto, además del príncipe heredero, estuvieron presentes altos personajes del clero y de la nobleza. Y cuenta su capellán, Antonio Cervera de la Torre, en su libro Testimonio auténtico y verdadero de las cosas notables que pasaron en la dichosa muerte del Rey nuestro señor Don Felipe II que, "acabado este acto y salidos todos, se quedó su majestad a solas con su hijo el Príncipe, Rey y Señor Nuestro, y le dijo (como él mismo lo ha referido): He querido que os halléis presente a este acto, para que veáis en qué para todo". Desde que conocí este hecho histórico en el que queda patente el concepto cristiano de la vida de Felipe II, el Rey Prudente, y el hombre más poderoso del planeta en ese momento, me ha parecido infantiloide el afán que ponemos en las cosas de esta tierra porque, a diferencia de los dominios de Felipe II, en los que no se ponía el sol, los nuestros —o al menos los míos— caben todos en el cerco formado por el foco de una linterna de mano. La formación de una cabeza católica —algo bien diferente a una cabeza clerical—, que sabe ver todas las cosas de esta tierra con sentido trascendente, no se puede improvisar en un momento, ni aunque ese momento sea el de la muerte. Ciertamente que el rey Felipe II tendría como humano una colección de defectos, pero tan cierto como esto es que, según transmite fray Antonio Cervera de la Torre, Felipe II siempre llevaba consigo una caja en la que guardaba su propia disciplina junto con un crucifijo. Y así desde luego que se explican muchas cosas y sus contrarias. Y mejor no seguir haciendo derivadas, que uno es de letras y podemos acabar enredándonos con quien no nos guste y mucho nos perjudique, porque cualquier parecido de la religiosidad de Felipe II con los gobernantes actuales es inimaginable. Pero a quienes tienen responsabilidad en nuestra sociedad y participan de esa visión intrascendente que sustituye la muerte por una fuga a no se sabe qué sitio, les brindo el consejo que le dio Felipe II a su hijo cuando estuvo a solas con él en el lecho de la muerte: "Encargole mucho que mirase por la religión y defensa de la Santa Fe Católica, y por la guarda de la justicia, y que procurase vivir y gobernar de manera que cuando llegase a aquel punto se hallase con seguridad de conciencia". Javier Paredes