El coronavirus ha puesto patas arriba los usos y costumbres de una sociedad materialista, que de espaldas a Dios se creía autosuficiente. La vida ya no la rige la ley de la oferta y de la demanda y el consustancial pluralismo de la democracia cede el paso a esta palabra mágica: unidad.

Y la jerarquía eclesiástica española, contagiada de las modas mundanas, que ya podría recordar alguna vez que al final no habrá tal unidad y que a los que hagan el cabrito, el Juez Suprempo los va a separar de los buenos y los va a colocar a la izquierda, pues resulta que también nos pide unidad. E incluso en un escrito de uno de ellos he podido leer algo que, aunque incompleto, no puedo estar más de acuerdo con lo que dice: “Evitemos todo lo que quiebra la comunión. Superemos el discurso tramposo que enfrenta a los que tienen fe con los que tienen miedo”. Y digo que es incompleto, porque si bien los cristianos no podemos ser separadores, tampoco debemos ser tonticos.

De espaldas a Dios nos creíamos autosuficientes... y ahora resulta que no

Y hay que ser muy ciego o muy tonto para no darse cuenta de que, apoyada en el llamado “espíritu del Concilio”, la sustitución de una moral y una piedad recias por la alegre pastoral de guitarra y pandereta ha vaciado los seminarios, ha llevado al borde de la extinción a las órdenes religiosas y ha extinguido el sentido cristiano de la familia. Y hay que ser muy, pero que muy clerical y muy oficialista para callarse y no gritar que ya son más que suficientes las ocasiones en las que la mayoría de los obispos, durante los últimos cuarenta años en España, nos han dejado solos y nos abandonado a los cristianos.

El coronavirus está sacando a la luz todo el pus de unas heridas que desde hace tiempo estaban infectadas en las sociedades civil y eclesiástica. Y de los políticos no hace falta hablar, porque ya aburren y hastían, como hizo ayer sábado el presidente de Gobierno en la televisión en horario de máximo de audiencia, durante más de cuarenta minutos de justificación y autobombo. En cuanto a las disposiciones de los obispos, que incluso han ido más lejos que lo establecido por un gobierno de socialistas y comunistas en España, dejémoslas al juicio de Dios que es misericordioso, porque el de los historiadores cuando pasen unos años será terrible. La historia solo hablará bien de los sacerdotes aislados que, durante la epidemia del coronavirius, siguieron atendiendo el culto y administrando sacramentos en la clandestinidad, demostrando un comportamiento valiente, heroico, sacerdotal, santo…

El coronavirus está sacando a la luz todo el pus de unas heridas que desde hace tiempo estaban infectadas en las sociedades civil y eclesiástica

Y como la historia es maestra de la vida, será bueno recordar cómo se mantuvo el culto clandestino durante Segunda República y la Guerra Civil a causa de la persecución religiosa en España, ejecutada por socialistas, comunistas y anarquistas, que produjo mártires por millares, esos de los que se avergüenza la denominación oficial cuando los designa como “mártires españoles del siglo XX”, para no molestar a los sucesores de sus verdugos.

En domingos anteriores ya me he referido en esta misma sección al martirio sufrido por sacerdotes, religiosos, monjas y laicos que dieron su vida por defender la fe. Hoy voy a contar uno de los casos en que se mantuvo el culto clandestino durante la Guerra Civil, uno de los muchos que hubo. Baste recordar que en la Cataluña de Companys, cuando se destruyeron la casi totalidad de las iglesias y se suprimió por completo el culto público, muchos católicos catalanes siguieron oyendo misa y comulgando en sus casas, porque en Cataluña durante la Guerra Civil hubo unos tres mil sagrarios domésticos.  

En el número 12 de la madrileña calle de Hermosilla vivía en 1936 una mujer cubana, que tenía una hermana monja en el convento de las Reparadoras de la calle Torrijos de Madrid. Y por este motivo allí se refugiaron un grupo de Reparadoras, al frente de las cuales estaba la madre superiora, María de la Virgen Dolorosa, conocida como la madre Muratori. Y gracias a la nacionalidad cubana de las dos hermanas mencionadas, este piso tuvo una cierta protección dele embajada cubana.

Las monjas allí refugiadas pusieron este piso al servicio del culto de los madrileños, que adquirió tales dimensiones, que este piso de Hermosilla empezó a ser conocido durante la Guerra Civil, coloquialmente, primero como “el obispado de Madrid”, más tarde como el “Vaticano madrileño” y ha pasado a la historia como la “catedral de Hermosilla”.

Lo sucedido entre aquellas paredes de la calle Hermosilla ha quedado solo en parte reflejado en un libro publicado hace muchos años, que ha desaparecido de la circulación, titulado Notas de dolor y gozo. El descubrimiento del valor de este libro se debe a Jose Luis Alfaya, autor de una rigurosa tesis doctoral, publicada bajo el título Como un río de fuego, una publicación de lectura imprescindible para conocer lo que fue la persecución religiosa en Madrid, durante la Guerra Civil. Y de este libro de Alfaya copio los párrafos siguientes, que reproducen a su vez lo que cuenta el libro Notas de dolor y gozo.

“Las condiciones del piso de Hermosilla eran inmejorables. En el contiguo al nuestro vivía la señora viuda de Urzáiz, cubana, hermana de una de las nuestras, refugiada allí con dos hermanas; los otros vecinos eran también excelentes, y Ana, la portera, dio pruebas de una fidelidad y un tacto excepcionales. Su inagotable paciencia solo se alteraba cuando el incesante subir y bajar de la clientela de la “catedral” le ponía la escalera hecha una lástima.

Más tarde se alquiló un piso superior a nombre de una madre uruguaya, y así, estos pabellones extranjeros prestaron benéfica sombra a las perseguidas españolas, hasta que ellas también —y no sin interna rebeldía por los recuerdos del pasado— izaron la bandera cubana aprovechando la nacionalidad de una de ellas.

Uno de los sacerdotes más asiduos a aquel piso fue don Hermenegildo López, que concreta: Estaban en Hermosilla esquina a Lagasca. Allí tenían mucha actividad pastoral. Se celebraban misas cada media hora. Les llevaba además la comunión y les confesaba. Allí me intentaron detener.

En la Catedral de Hermosilla se celebraban misas desde las siete y media hasta las doce, confesiones, retiros espirituales, e incluso algunas tandas de ejercicios

Un domingo mientras celebraba la Santa misa irrumpieron en Hermosilla los milicianos pistola en mano. Era aproximadamente el mes de marzo o abril del 38. Las religiosas se pusieron inmediatamente a quitar todas las señas de un fichero casi completo del clero de Madrid y de los que frecuentaban aquella casa, a dar ejercicios etc., a romperlas, e incluso, a tragárselas, mientras otras los entretenían. Hay que hacer notar que la superiora, la Madre María de la Virgen Dolorosa, era una señora de mucha ecuanimidad, con mucho temple, y supo entretenerlos, mientras otra avisaba a la embajada, que fue lo que nos salvó. Los milicianos iban buscándome a mí, al cura que decía los “mítines” de las 12. Se referían a la homilía que solía decir todos los domingos en la misa de 12…

Allí se celebran misas desde las siete y media hasta las doce. Los domingos hasta la una, una y media y las dos. Confesiones, retiros espirituales, e incluso algunas tandas de ejercicios. Eso fue tan notorio que llegó a oídos de alguien que tuvo que comunicárselo a los milicianos. Hago notar que al lado de esta finca estaba la Comisaría, dependiente del Ministerio de la Gobernación. El personal de la comisaría solían ser gente buena, prescindiendo de su ideología. Y quizás, sabiendo que se hacía eso no se metieron con dicha comunidad, ni con las personas que frecuentaban ese piso.

Desde fines de 1936 la confesión semanal se regularizó bastante, gracias a la inolvidable bondad y abnegación del Rdo. P. Tomás Vadillo S. J.; más tarde fue como extraordinario el Rdo. Luis Izaga S.J., y hubo abundancia de confesores ad casum

La fiesta de María Reparadora de 1937 fue sonada en Hermosilla. No contenta con la escondida presencia de Jesús en el sagrario, la Rvda.  Madre superiora, le quiso en la custodia, expuesto a las adoraciones y ese día fue escogido para reanudar, en lo posible, las dulces costumbres de nuestras iglesias. El obsequio de un relicario-custodia de plata, pequeñita, se completó con un diminuto viril de oro; manos artistas confeccionaron un dosel, y en una columna, delante de la vitrina, quedó instalado el trono del Rey de Amor. En cada registro, la custodia volvía a la vitrina y pasaba inadvertida a las miradas curiosas. Al principio solo se expuso para la misa y bendición; en las grandes fiestas quedaba todo el día, y desde octubre, todas las tardes al menos de dos uy media a ocho y media.

En marzo de 1937 se efectuó en nuestra capilla el primer bautizo; y poco después una boda. Desde entonces se repitieron con frecuencia. La imposibilidad de conservar notas, que era preciso romper en momentos de peligro, impide dar una cifra exacta de los sacramentos administrados desde esa fecha. Solo en los meses últimos se empezó a llevar un registro, que guardaba una extranjera, y por el podemos calcular un número aproximado. Están anotados en 1938 cincuenta y tres bautizos, lo que hace suponer que pasaron de un centenar en los dos años. Muy superior es la cifra de asistencia a moribundos, pues innumerables veces salió el Señor de nuestro Sagrario para darse en Viático, y la Madre encargada de los tubos para los Santos Óleos a menudo se encontraban sin ellos y estaban también ausentes los rituales, aunque tenía seis en tomitos separados cada Sacramento con el fin de distribuir los mejor.

Unas veintiséis primeras comuniones hubo en los últimos meses, sin incluir algunos niños que la hicieron en otra parte, y tanto el catecismo de preparación como el de perseverancia estuvieron muy concurridos. En diciembre de 1937 empezaron los días de retiro; pero eran tan numerosas las señoras, que fue preciso dividirlas en varias tandas de Ejercicios, de tanto provecho para las almas, que se anunció otra, y dos más para las religiosas. El aviso de que la policía estrechaba la vigilancia obligó a suspenderlas”.

Javier Paredes

Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá