No sé si es que no me enterado de nada o me he dado cuenta de todo, después de escuchar un video de tres minutos, en el que el cardenal Secretario de Estado, Pietro Parolin, comenta el acuerdo al que han llegado la Santa Sede y las autoridades de China. Y no es que yo no haya entendido bien su italiano, porque Parolin habla en un perfecto español, que no en vano trabajó como diplomático en México durante tres años y posteriormente fue nombrado en 2009 nuncio apostólico en la Venezuela de Hugo Chávez (1954-2013).

Pietro Parolin califica la firma de este acuerdo como un acontecimiento de especial importancia para la vida de la Iglesia católica en China. Y en esto le doy toda la razón, porque declara el cardenal Secretario de Estado que dicho acuerdo está referido al nombramiento de los obispos en China. Y como es sabido, si bien es cierto que en la Iglesia todos somos muy importantes, los sucesores de los apóstoles constituyen nuestra columna vertebral.

Y vaya si es importante el acuerdo, porque en China los católicos fieles a Roma son perseguidos por los comunistas y viven su fe en la clandestinidad desdehace 70 años. Muchos han sido encarcelados, incluidos sus obispos, de manera que se les puede calificar como una iglesia de catacumba, hasta el punto que los Sumos Pontífices anteriores al Papa Francisco nombraban cardenales y obispos chinos sin hacer públicos sus nombres para que no les persiguieran. Y frente a esta iglesia de mártires, funcionaba otra iglesia, que se autodenominaba católica, que ha sido creada y controlada por el gobierno comunista de China, porque los obispos de esta facción no reconocían la autoridad de Roma y siguen las instrucciones del Partido Comunista chino.

Esta situación es muy similar a la que se vivió durante la Revolución Francesa en nuestro país vecino, tras la aprobación de la Constitución Civil del Clero, promulgada un 12 de julio de 1790. Dicha ley rompía con el Concordato vigente desde 1516, según el cual, el rey de Francia nombraba a los obispos, pero reservando la última y definitiva palabra al Papa, que era el que los investía. Pío VI (1775-1799), que ocupaba entonces la sede de Pedro, condenó la Constitución Civil del Clero de Francia por cismática. Veamos el porqué.

En la Francia revolucionaria, quienes elegían a los obispos podían no ser católicos, bastaba con ser un contribuyente cualificado

Según esta ley, los obispos serían nombrados por una asamblea de electores de los departamentos. Dichos electores eran los considerados como ciudadanos activos; es decir, los que a diferencia de los ciudadanos pasivos, tenían derecho al voto por pagar una determinada cantidad de impuestos. Por lo tanto, quienes elegían a los obispos podían no ser católicos, bastaba con ser un contribuyente cualificado. Pero lo más grave, es que el designado no podría recurrir a Roma para ser investido por el Papa, rompiendo así la unidad de la Iglesia.

A partir de entonces se estableció en Francia una iglesia nacional, la de los curas juramentados, que separados de Roma hicieron posible esa cuadratura del círculo, ya que esa ley de la Revolución Francesa establecía la simultaneidad en los curas de la condición civil y la clerical. Dicha ley se tradujo en definitiva en un cisma que dividió a los católicos franceses en dos, los que rendían obediencia a las autoridades de la Revolución, y los que por seguir fieles a Roma comenzaron a seguir perseguidos, pagándolo con la cárcel y hasta con la vida.

El episcopado francés se negó en masa a someterse la Constitución Civil del Clero. Solo siete obispos la juraron, de los cuales solo cuatro tenían diócesis propia: Lomeménie de Brienne, cardenal arzobispo de Sens, un hombre sin fe que había dedicado su vida a medrar políticamente; Talleyrand, obispo Autun, que desde el seminario había llevado una vida disoluta y tenía como amante a un reconocida prostituta como Catherine Grand, con la que se acabó casando; Jarente obispo de Orleans, del que era público que vivía amancebado y abandonó el ministerio episcopal poco después de jurar la Constitución Civil del Clero; y Lafont de Savine,  obispo de  Viviers, famoso por sus desequilibrios, quien para demostrar que era más que ninguno no se le ocurrió otra cosa que pintar las piedras vivas de la imponente fachada de su catedral de azul, blanco y rojo, los colores de la nueva bandera revolucionaria.

De estos cuatro obispos, tres de ellos se negaron a consagrar a otros obispos. "Yo he jurado —dice uno de ellos— pero no consagro". Solo Talleyrand tiene estómago para hacerlo, y el 24 de febrero de 1791 en la capilla del Oratorio del barrio de Saint-Honoré, consagra a Expilly y a Marolles, como obispos de Quimper y de Soissons. Y a partir de esta ceremonia, los nuevos obispos consagran a otros.

Napoleón promovió el acercamiento al Papa, lo que culminó en la firma del Concordato de 1801

El experimento de la iglesia juramentada, promovida por la Constitución Civil del Clero, fue tan desastroso que Napoleón, gobernante pragmático, comprendió que no podía gobernar la nación con el mayor número de católicos enfrentándose a Roma. En consecuencia, promovió el acercamiento al Papa, lo que culminó en la firma del Concordato de 1801.

Para pacificar Francia, Bonaparte necesitaba un concordato cuanto antes, por lo que después de la victoria de Marengo (14-VI-1800) comenzaron las primeras conversaciones entre el obispo Bernier, en representación de Napoleón, y Spina y Caselli en nombre del Papa. Las conversaciones se hacían eternas, hasta que Napoleón sustituyó al obispo por el diplomático François Cacault y apareció en escena el secretario de Estado de Pío VII. A partir de entonces se aceleraron los trámites y se consiguió firmar el concordato el 15 de julio de 1801.

Por entonces, gobernaba la iglesia el Papa Pío VII (1800-1823), que tuvo el acierto de nombrar cardenal Secretario de Estado a Ercole Consalvi (1757-1824), un hombre muy de Dios y un diplomático al que los historiadores le han reconocido como un fuera de serie. Porque no está de más recordar, que los Secretarios de Estado del Vaticano que se ocupan de las relaciones internacionales de la Santa Sede, además de tener los pies en el suelo y poseer una formación adecuada a su cargo, por representar a la Iglesia de Cristo, deben tener también un sentido sobrenatural de su cargo y de la vida.

Solo las cosas de Dios no tienen fecha de caducidad

Consalvi logró un éxito sin precedentes y consiguió firmar el primer concordato con un régimen salido de la Revolución liberal. Pero como hombre de Dios que era, lo hizo sin violentar la doctrina y le obligó a Napoleón a renunciar la Iglesia Constitucional, porque según el concordato todos los obispos que habían jurado la Constitución Civil del Clero tenían que dimitir y desparecer de las sedes que habían ocupado sin contar con Roma.

Lo que hizo Consalvi es bien distinto a lo que ha negociado el cardenal Parolin con las autoridades comunistas. En este caso a los obispos consentidos y protegidos por el régimen comunista, se les reconoce como obispos y pelillos a la mar. Por eso es comprensible que cuando se compara el concordato de Consalvi con el acuerdo suscrito por Parolin se aprecie una gran ventaja a favor del primero.

Al secretario de Estado del Papa Francisco se le conoce sobre todo por sus esfuerzos en promover los acuerdos que favorezcan el desarme nuclear. Parolin saltó a la fama cuando declaró al periódico El Universal de Venezuela que podía ser revisable la norma del celibato para los sacerdotes de rito latino, porque no es ningún dogma. Evidentemente, el Secretario de Estado del papa Francisco, no es de la misma especie que el Secretario de Estado de Pío VII, gran diplomático y sobre todo un hombre de Dios. Es lo que tenemos.

En las declaraciones del video al que me he referido, Parolin no dice nada de si los comunistas van a liberar a los laicos católicos y a los obispos que están presos. Tampoco menciona a esos obispos y cardenales que fueron nombrados en los pontificados anteriores y cuyos nombres no se hicieron públicos… ¿Siguen vivos? ¿Tendrán algún ministerio a partir de este acuerdo? Quizás tantas incógnitas se deban a que este acuerdo —como dice Parolim al comienzo de sus declaraciones— es provisional. Y tiene toda la razón el hombre de confianza del papa Francisco, porque solo las cosas de Dios no tienen fecha de caducidad. 

Javier Paredes
Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Alcalá