(Marcos, 10, 1-12). En Filadelfia, lo que los europeos de hoy conocéis como Ammán, todo el mundo la conocía, especialmente algunos.

El principio primero de la filosofía de vida de Esther consistía en una firme convicción: todos los hombres son idiotas; por idiotas, engreídos; por engreídos, fácilmente manejables, como plastilina en las inteligentes y capaces manos femeninas, porque, en su concepción de la raza humana, hasta la mujer más tonta resultaba, por comparación, más capaz y más inteligente.       

Su filosofía era lógica, casi pétrea: ¿cómo se sabe cuándo miente un hombre? Cuando mueve los labios.

Pero a Esther le gustaba ser ecuánime, como lo son todas las mujeres: el varón no miente por maldad, no, lo hace por simple estupidez. Es un ser limitado que se cree sus propias mentiras: "Por contra –se decía a sí misma, e incluso a quien quisiera escucharle-, las mujeres somos criaturas más sutiles, más perfeccionadas: podemos mentir al prójimo pero no engañarnos a nosotras mismas. Y tampoco mentimos porque sí, sino como defensa ante el hombre, mentimos con motivo".

Pasando de lo concreto a lo abstracto, o sea, profundizando, Esther accedía a un pensamiento mucho más general: los varones son estúpidamente malvados, insensibles al dolor que provocan. Como se ha dicho, la mujer puede comportarse de forma más perversa, por ser más inteligente, que su colega masculino –para Esther, maldad e inteligencia eran elementos indisolublemente unidos, como bondad y necedad- pero sólo utiliza su capacidad para hacer daño cuando se ve forzada a ello. No hay parangón posible: la mujer sólo es malvada cuando quiere serlo, y sólo quiere serlo cuando le obligan a serlo.

Pero Esther amaba el rigor en sus reflexiones, y aún más en sus sentimientos, especialmente en estos últimos. Por eso se matizaba de continuo, para demostrarse a sí misma su impecable rectitud de intención. Y así, aunque sólo por ráfagas, le venía a las mientes la sospecha de haber caído en el absurdo: claro, las personas, hombres y mujeres, sólo se comportan mal cuando quieren comportarse mal. Si no, no. Pero, de inmediato, desechó aquel enredado sofisma en pro de la verdad principal: "Si queremos hacer el mal, las mujeres lo hacemos mejor porque somos mucho más listas, los hombres son malvados y cretinos". Punto final.

Se había casado a los 16 años con un joven de la ciudad, aunque procedente del campo. Una boda acordada con su tutor, pues Esther había perdido a sus padres siendo una niña. Pero no por ello había resultado un matrimonio falto de amor, al menos por su parte, pues Esther albergaba la ilusión de crear su propio hogar. Años después ya no creía en el amor pero todavía estaba dispuesta a utilizarlo como sinónimo de enamoramiento y eso bastaba para defender su conducta ante sí misma.

Su esposo se llamaba Rubén, hijo único de un habilidoso desertor del arado quien, tras emigrar a la ciudad, terminó reconvertido en orfebre. El hijo heredó el oficio y la habilidad de su padre, así como su taller, su patrimonio y su posición como comerciante en joyas y paramentos sagrados, un oficio muy lucrativo.

Lo suyo no resultó el típico matrimonio salpicado de infidelidades por parte de un esposo golfo. Filadelfia se integraba en la Judea del otro lado del Jordán, ya inmersa en la Perea gentílica. Rubén no se arrimaba a las meretrices de la zona, como acostumbraban algunos habitantes de la Trasjordania, para los que nada había realmente sagrado salvo la fornicación. Tampoco las gentiles amorreas de la zona constituían una tentación irresistible para él. Simplemente, había sido educado en la ley de Moisés pero no en el amor de Cristo. No sabía distinguir entre castidad y pureza. Su concepto del matrimonio era el de un contrato, pero con cláusulas de salida convenientemente especificadas. En consecuencia, Rubén sólo podía sublimar su infidelidad enamorándose perdidamente de otra observante laxa de la norma mosaica, a la que conoció cuando aún no cumplía el año de sus desposorios con Esther y ésta esperaba ya su primer hijo.

El bueno de Rubén bebió los vientos por Sephora, nombre egregio, judaizado desde que Moisés matrimonió con una mujer que portaba ese nombre. Con ello, Rubén justiticaba, o así lo creía él, la ruptura de su acuerdo conyugal anterior, en tanto enlazaba con una casta sacerdotal jerosolimitana. Todo en regla. Vamos, que la infidelidad de su esposo contaba con el beneplácito de la autoridad eclesiástica, momento en que Esther dejó de creer en tal autoridad.

Además, Rubén contaba con el inefable apoyo psicológico de una sociedad que consideraba irresistible el impulso erótico, sobre todo el del hombre. Si uno se enamoraba, debía certificar su amor ante la sociedad y si uno se desenamoraba, también. Así todo quedaba en regla. Hacía tiempo que la sociedad judía anteponía lo correcto a lo bueno y lo bueno a lo santo.

A fin de cuentas –pensaba Rubén-, él no era un pagano dado a la poligamia. En tal caso, a la poligamia sucesiva, es decir, al divorcio. Pero por lo legal.

Decíamos que entre las cualidades y defectos de Esther figuraba su condición de mujer. No entendía mucho de la Ley pero sabía que si albergaba a un hijo de Rubén en sus entrañas, eso significaba continuidad, por no decir permanencia, por no decir eternidad. No necesitaba razonarlo, simplemente lo sabía. De igual forma, Esther era consciente que una promesa -y el matrimonio era ante todo, una promesa de fidelidad, si no, para qué existía- tiene un valor de regla. El divorcio no dejaba de ser una ruptura de la palabra dada, del compromiso adquirido. Pero todo su mundo parecía construido para convertir la excepción en norma. Esther era mujer, lo que significaba que amaba las normas legales salvo cuando éstas atentaban contra la ley natural que llevaba impresa en su corazón. Los hombres necios –para ella, una reiteración- insistían en que esos eran sentimientos que van y vienen, pero ella sabía, aunque no lo formulara con estas palabras, que el corazón no sólo es el nudo de los sentimientos sino el albergue de la conciencia, y la conciencia es soberana.

Ojo, también sabía que tenía todas las de perder, que no podía evitar la ruptura y, al final, tampoco sabía si deseaba evitarla. Su esposo, ya no sentía nada por ella y se había encaprichado de Sephora. Como judío practicante, Rubén amaba los árboles genealógicos y la etimología de los nombres. Por ello, no tuvo el menor pudor en recordarle que 'Sephora' es una palabra con doble significado: por un lado, supone belleza, por la otra, pájaro hembra. A esto había que añadirle el detalle de que, como nombre noble que era, también contara con su correspondiente símbolo: una llama alargada, roja sobre fondo negro. Todo ello componía un escenario delicadamente alegórico.

Conclusión práctica: Esther decidió catalogar a Rubén como un inmaduro, que es la primera clasificación a la que se atiene una esposa cuando comprende que está casada con un miserable. Lo que quieren decir con ello es que son unos egoístas.

Sí, en los momentos iniciales del proceso de divorcio, Esther calificó a su marido de inmaduro para, a medida que avanzaba el proceso, optar por términos de más grueso calibre.

Rubén, por su lado, se empeñaba en divorciarse de forma "civilizada". De ahí que Esther escuchara sus razonamientos sin ceder jamás a la tentación, insistente, de romperle la crisma con alguna de las tinajas que se empleaban para guardar el agua, el vino o el aceite. Tres tinajas no bastarían para estrellarlas en aquel occipucio picudo.

Sabía que, dijera lo que dijera, hiciera lo que hiciera, Rubén la abandonaría, junto a su hijo en camino, y se casaría con Sephora, hija del sacerdote seguidor de las tesis del maestro Hillel. Tesis acordes con  aquella interpretación laica de la ley mosaica, según la cual el marido podía abandonar a la mujer por la simple razón de no ser la susodicha "grata a sus ojos". Hillel, no había hueco para la duda, había creado una escuela de de lo más respetable:

-Querida Esther –espetó David iniciando su mantra argumental-,  sé que esperas un hijo –al parecer sólo lo esperaba ella- pero, desengáñate, entre nosotros nunca ha existido verdadero amor. Nunca he visto en tus ojos ni el menor rasgo de respeto y, por qué no decirlo, de admiración, que contemplo en la mirada de Sephora. Seamos sinceros –y Esther pensó que esas invocaciones a la sinceridad siempre preceden a una clamorosa mentira- lo nuestro sólo fue una pasión pasajera.

-Pues ha resultado una pasión fructífera –repuso Esther, mientras se palpaba el vientre-: esto tiene relleno.

El gesto resignado de Rubén tuvo la virtud de sacarle de sus casillas, pero no más que en otras ocasiones:

-Esto es lo que hay –sentenció su esposo con el ademán cansino de quien no desea discutir con un muro-. Redactaré el libelo de repudio y serás libre para casarte con quien tú prefieras.

-Es que yo no quiero casarme con nadie, ya estoy casada con el padre de mi hijo y con un desposorio ya he tenido bastante para toda la vida –respondió Esther, que se guardó para su orgullo el pequeño detalle de que pocos hombres aceptaría en matrimonio a una mujer preñada de otro.

-Querida Esther…

-Queridísimo Rubén, ¡vete al cuerno! ¡Tú te comprometiste conmigo para siempre!

Rubén era un hombre mesurado. Más mediocre que inmaduro, pero mesurado. Decidió no perder la compostura y atender al consejo de su padre, ya fallecido, quien no dejaba de recordarle: "Hijo mío, el que se enfada, pierde".

-Esther no quiero ofenderte, pero la escuela del rabino Hillel explica que es razón suficiente para el divorcio que el esposo haya encontrado otra mujer más de su gusto. E incluso los seguidores del propio maestro Sammai admiten algunas excepciones, aunque mantienen la versión, demasiado rigurosa, en mi opinión, de que el único motivo para el divorcio es la infidelidad.

-la infidelidad de la mujer, claro, no la del hombre.

Rubén sonrió con aquella mueca de suficiencia que, a juicio de su esposa, estaba pidiendo a gritos que alguien le arrojara un objeto contundente. No en el occipucio, sino justamente en las narices.

-Si te parece, va a ser del hombre –respondió con suficiencia-. Aunque, es verdad que a Judá, el sastre, su esposa se le marchó en plena noche, creo que con un idumeo –concluyó con una sonrisa hueca y en la seguridad de que a él no le podría ocurrir tal cosa jamás.

-Rubén, ¿qué te hecho yo para que me desprecies de este modo y para que desprecies a tu propio hijo? Yo no me he marchado con ningún idumeo. Puedo incluso comprender tu capricho adolescente por esa guarra disfrazada de mosquita muerta, pero no entiendo que abandones a tu hijo por ello.

-¡No abandono a mi hijo! –graznó su cuasi esposo con el orgullo propio de quien no está dispuesto a arrepentirse nada. Rubén pertenecía al colectivo de quienes confunden legalidad y conciencia y también pertenecía a otro colectivo: los de quienes creen que bueno es lo que uno hace y sólo los actos ajenos son reprobables; los propios, jamás. ¿Cómo iba a ser malo lo que hacía si lo hacía él?- Además –prosiguió, retador, dirigiéndose a Esther en tono de amenaza-: ¿quién te ha dicho que prescindiré de mi hijo?

La futura madre dio un respingo al imaginarse a su hijo en manos de Sephora, la guarra.

-Mira Esther –aseguró Rubén recuperando la continencia, la psicológica, claro está- me casé demasiado joven, confundido por la pasión. Yo aspiro a más en la vida y, no te ofendas -concluyó tras haberle ofendido-, contigo esa meta es imposible.

Sé por experiencia que una mujer puede soportar muchas cosas menos el desprecio. No les llamáis sexo débil por su endeblez física. A fin de cuentas, son menos fuertes que el varón pero más resistentes. Si les llamáis débil es porque necesitan sentirse amadas, precisan de la estimación ajena. Para una mujer lo más opuesto al amor no es el odio, sino la indiferencia. Y Rubén era la viva imagen de la indiferencia ante su esposa. No había solución.

Luego vino todo lo demás: con el dinero que Rubén le dejó –el legalmente prescrito montó una posada, negocio poco recomendable para una señora, pero sólo después de que toda Filadelfia dejara de considerarla otra cosa que la repudiada… y sólo después de perder a su hijo en un aborto. Nunca supo si su amargura tras el abandono provocó la muerte de su hijo o simplemente se trató de una tragedia casual unida a otro desastre no casual. Y es que uno de los misterios de la vida son las causas de la muerte.

No, no abortó a su hijo, aunque en la Trasjordania de aquel momento lo más sencillo era encontrar a alguien que, por no muchos leptos, te "librara" del fardo. Sencillamente ocurrió.

Al comienzo, Esther se torturaba porque sabía que los nonatos mueren por abandono. Nadie se lo había dicho, pero ella lo sabía con absoluta certeza. Una frase repicaba en su cerebro como si la golpearan con un martillo: "la causa de muerte de los niños no nacidos es la tristeza de sus madres".

Justo por aquel entonces, alguien se había preguntado si una madre podía olvidarse del fruto de sus entrañas. Pues al parecer, poder, lo que se dice poder, sí que puede, sobre todo cuando se encuentra sola, cuando no tiene a nadie con quien compartir el "fruto", ni tan siquiera con quien compartir la soledad. Esther no se deprimió porque se encabronó. En mis viajes por la historia he comprobado que los resentimientos envenenan al ser humano, pero el odio africano, es decir, las ganas de pisar la oreja de alguien, con su carga melodramática, puede tener -lamento reconocerlo- algo de liberador, como el vino que ayuda a enajenarse del dolor, al menos temporalmente y al precio de un fuerte dolor de cabeza. Como quiera que fuera, Esther no se deprimió porque tomó una decisión clara y concisa: destruir a todo el sexo masculino y borrarlo de la faz de la tierra. Esa sí que era una buena idea.

Montó su posada. Esther era joven, hermosa. Con esa belleza de mujer hecha que ya no necesita forzar mohines para atraer a los varones.

Le gustaba seducir a los hombres de paso en Filadelfia. Disfrutaba contemplando su estupidez bovina y su debilidad porcina y, de paso, torturándoles con su deseo incontrolado e insatisfecho. Le asombraba contemplar cómo aquellos mastuerzos separaban amor y sexo como hacen las bestias. Incluso recibió ofertas de matrimonio, que le divertían muchísimo y que le ratificaban en su convicción acerca de la idiocia masculina.

Recibió ofertas de amor eterno de todo rijoso dispuesto a prometer lo que fuera con tal de quitarse aquel escozor, que no a más llegaba su deseo. Amor eterno a ella, que se había comprometido una sola vez y le habían fallado de forma canallesca. Ahora podía vengarse de los desprecios de Rubén en todo el género masculino.

Naturalmente, su fama de mujer liviana se propagó por toda Filadelfia pero los reproches de las mujeres incluso le animaban a exagerar la nota sin importarle ni el daño que infligía a los demás y a sí misma. La venganza era la única compensación del hastío que le producía la procacidad. Hasta aquel día…

Recién iniciada la hora de tercia, Esther estaba sentada a la puerta de su posada, en el poyo de piedra de la entrada. Vio a dos mujeres que se acercaban a la posada, ubicada en los límites de la ciudad, junto al camino del Jordán. La primera tenía aspecto de matrona romana, con un toca que le cubría la cabeza, a la usanza judía, ceñida con una diadema que mostraba no andar escasa de dinero. La otra más menuda, aunque de mayor estatura, podía pasar por hija de la primera. No obstante, a medida que se aproximaban, Esther se percató de su error. La segunda figura no era ninguna niña, podría ser incluso madre de familia numerosa. Y en cuanto fijó el objetivo quedó prendada de su expresión, una mirada serena como nunca había contemplado otra, una mirada que, bueno, un hombre nunca habría sabido descubrir ni, mucho menos, apreciar.

Esther realizó una investigación exhaustiva sobre las recién llegadas en cuestión de segundos, antes de que la pareja llegara hasta ella. La mujer menuda no lucía aderezo alguno pero su sonrisa no era fingida. Hacía mucho tiempo que Esther no contemplaba un rostro tan agradecido a la vida. Tenía ganas de oírla hablar pero, cuando las tuvo delante fue la matrona la que se dirigió a ella:

-Shalom Aleichem (la paz sea contigo). Me llamo Salomé y ésta es mi amiga Miriam, la madre de Jesús de Nazaret, el Galileo. Llegamos ayer noche a Filadelfia y necesitamos comprar provisiones.

Como siempre que llegaba un forastero, Esther se puso en guardia. Además, estaba claro que la que llevaba la voz cantante no despertaba sus simpatías. Pero Esther sabía tratar a los clientes con la frialdad propia del vendedor que no necesita pregonar las bondades de su género. Era el comprador quien pedía y ella quien tenía la llave para poner condiciones a la venta. Sin embargo, aquella sonrisa que no se apagaba, de la llamada Miriam, la había desarmado. No era una sonrisa cursi ni había forma de dudar de su autenticidad. La miraba de un modo nuevo, como si Esther fuera alguien digna de ser tenida en cuenta por sí misma. Y a eso no estaba acostumbrada. No había dicho una sola palabra y ya la tenía acorralada. Y es que Esther no estaba habituada a aquella serenidad clemente, que le despertaba muchos interrogantes pero ninguna sospecha. Eso sí, la identidad no le había caído en gracia:

-¿Tú eres la madre del profeta de Nazaret? Todos hablan de Él –aseguró, con el tono de quien sabe que, cuando se habla mucho de alguien, es que se habla mal.

-Sí, yo soy su madre –aseguró mi Señora Miriam, y su voz confirmó la impresión visual de Esther. Era el timbre que había esperado de su porte. Aquella mujer no ofendía porque no competía. Con aquellas cuatro palabras, Esther ratificó su primera impresión: aquella mujer era buena pero, antes incluso, era auténtica.    

Esther dio un grito y del fondo del establecimiento salió un mancebo cubierto de acné a quien dio instrucciones para que atendiera a Salomé. El muchacho, con la cara picada y apariencia de cerebro igualmente picado, se llevó a Salomé al almacén. Parecía sentir un temor poco reverencial por la dueña. Vamos, que le inspiraba pavor.

Mi señora Miriam y Esther quedaron frente a frente. Se miraron de hito en hito y el análisis mutuo resultó curioso, por cuanto Esther era una de esas mujeres que siente la mirada fija como un desafío al que hacer frente. Sin embargo, ante mi Señora Miriam no se sentía ni aludida ni ofendida. Aquella mirada tenía toda la fortaleza de la dulzura, otra cualidad que un hombre no habría apreciado jamás. Esther inició el dialogo y se dio cuenta de que no podía parar, algo que no solía sucederle muchas veces, porque lo suyo era el laconismo más bien agresivo, con ellos y con ellas:

-He oído hablar de tu hijo –repitió como si el asunto tuviera tal relevancia que se hiciera insoslayable la insistencia-. Los viajantes no hacen otra cosa que hablar de él. Dicen que hace prodigios, que cura a los enfermos y que incluso resucita a los muertos. No te ofendas pero no me lo creo. No hablo de tu hijo, claro, pero es que estoy harta de charlatanes que cuentan historias inverosímiles para convertirse en el centro de atención y luego pretenden –hizo una pausa, porque sentía que aquella mujer no merecía una grosería- bueno, lo de todos: vivir de los demás.

Al parecer, su interlocutora no parecía dispuesta a recoger el testigo, así que Esther se vio impelida a proseguir:

-Nadie puede resucitar a un muerto, nadie puede expulsar a un demonio. ¿Has pensado que tu hijo pueda estar siendo víctima de unos desalmados? –aventuró, en referencia a presuntos culpables terceros-. Casos se han visto.

Era una forma muy femenina de salvar al hijo de la interlocutora: el farsante no era el Nazareno, qué va, sino los que le rodeaban. De esta forma, el mencionado pasaba de perverso controlador de incautos a incauto controlado por perversos.

Además, sin desearlo, Esther se iba agitando a medida que hablaba. No quería ofender a aquella mujer de mirada clara, con quien le habría encantado intimar pero tampoco iba a permitir que le tomaran el pelo:

-…no puedo entenderlo. La gente habla de un hombre capaz de multiplicar los alimentos y curar a los  paralíticos, que hace oír a los sordos y ver a los ciegos. Al parecer, les para los pies a fariseos, saduceos y otras víboras. ¿Y todavía no le han coronado Rey? Ya me dirá usted si no es para sospechar…

Aquella mujer no se ofendía pero permanecía en silencio. Fue entonces cuando Esther sintió la tentación irresistible de contarle su historia. Ella, precisamente, que no se confesaba con nadie porque no se fiaba de nadie.

-¿Has oído hablar de mí, Miriam? Por favor siéntese a mi lado.

A partir de ahí no pudo detenerse. Un torrente de quejas a la vida surgió de los labios de Esther. Sólo detuvo aquella catarata de confidencias cuando vio salir a Salomé quien, ayudada por el mancebo, cargaba un montón de sacos. Mientras se colocaba uno en cada brazo, mi Señora Miriam se dirigió por primera vez a la dueña de la posada:

-Ven a escuchar a mi hijo esta tarde, Esther.

Hubo un momento de silencio:

-Es tu hijo, Miriam, pero es un hombre y a mí los hombres me han hecho mucho daño.

Las palabras de mi Señora Miriam sonaron como un trueno, no por la forma sino por significado:

-Mi hijo es mucho más que un hombre.

Esther sintió resucitar su causticidad, pero el sarcasmo se ahogó en los ojos clementes de mi señora Miriam:

-Bueno, acudiré –concedió-, pero no me hagas prometerte nada más.

La verdad es que el hijo le importaba bien poco. Probablemente resultaría algún predicador tostón o, peor, algún iluminado. Acudiría, sobre todo, para volver a ver a aquella mujer que sabía escuchar.

Jesús de Nazaret jamás había ido a Filadelfia, poblada por una mezcolanza de persas, babilonios, idumeos, árabes y griegos. Gente descreída y montaraz, simbiosis de todo el Creciente Fértil, una población cosmopolita de historia menuda y vanidad enorme, y una mixtura de credos porque, en aquellos tiempos, la cultura no significaba lo mismo que en vuestro siglo XXI, donde se ha convertido en una miscelánea ininteligible, aunque muy útil para los pedantes. No, en el siglo I la cultura no significaba otra cosa que culto, el culto religioso que buscaba dar un sentido a la existencia. Eso que tenían ganado los antiguos respecto a vosotros.

En cualquier caso, la llegada del "taumaturgo galileo" había provocado la curiosidad de todos. La multitud de arracimaba en la  explanada preguntándose si podría escucharle. Esto era lo que más sorprendía a los apóstoles. El Maestro hablaba en voz alta, sí, pero, sobre todo, vocalizaba de un modo irrepetible. Si la multitud permanecía en silencio, se le entendía desde lejos.

Cuando Esther llegó, Miriam le estaba esperando en el borde exterior de la multitud. Con la misma sonrisa que de madrugada, le cogió del brazo y le dijo:

-Ven conmigo.

Miriam atravesó por entre aquella multitud entre murmullos, maliciosos todos ellos, sobre Esther, pero eso no parecía turbarle. Le conducía la madre del protagonista, lo que reprimía cualquier impertinencia y, además, la conductora no se detuvo hasta ubicarla en primera fila, donde se situaban los fieles a Jesús. El espectáculo de contemplar a la famosa Esther, famosa no por su virtud, precisamente, entre aquellas mujeres resultaba chocante hasta para los más templados.

El Maestro se subió al brocal de un pozo. Los discípulos nunca dejaban de asombrarse de la habilidad de su maestro para dirigirse a las multitudes desde los altos: una escalinata, una roca, una terraza, un pozo y hasta el alféizar de una ventana.

Pero la clave estaba, como digo, en la voz. El Maestro poseía vocalización y ritmo, pues la voz nunca sale de la garganta sino del corazón.

Con Esther en primera línea, Jesús de Nazaret habló del matrimonio, de la pareja, como diríais los hombres del siglo XXI, un asunto que no figuraba en su agenda habitual. Precisamente en Filadelfia, donde la mezcolanza de ritos era interminable, cada uno de ellos dotado de su correspondiente contra-rito de divorcio. Por cada norma para comprometerse había diez para romper el compromiso, porque destruir es más fácil que construir.

Casi todos los presentes se quedaron patidifusos ante las palabras del Maestro, especialmente los varones. Aquel hombre no les animaba a portarse bien con sus esposas. Tampoco hablo de las excepciones, de las vías de salida del matrimonio, sino fuera para condenar, no éste o aquél divorcio, sino a todos ellos. La casuística de los moralistas no le interesaba lo más mínimo. Y la razón que argüía aún resultaba más curiosa. Resulta que hombre y mujer comprometidos en matrimonio formaban "una sola carne". No un mismo espíritu, no, sino un solo cuerpo, como un animal con dos cabezas.

Esther se asustó porque empezaba a entender, pero le costaba admitirlo. Había oído hablar de la unión de dos corazones pero el hijo de Miriam hablaba de la fusión de dos cuerpos, una expresión que, en principio, sonaba tan fuerte que espantaba.

Rubén y ella jamás habían formado una sola alama, desde luego. Este pensamiento le recordó el viejo chiste del rabino Zacarías, al que se le acerca un vecino y le dice:

-¿Intercambiamos ideas, rabino?

A lo que éste respondió:

-No, que saldré perdiendo.  

Estaba claro que lo que Rubén y ella habían vivido era una unión de cuerpos, que no de almas y claro, pensó Esther, no sin cierta repugnancia. Que habían sido una sola carne. La posibilidad de ser haber fundido su alma con aquel majadero le produjo algo más que repugnancia: le produjo escalofríos.

Ahora bien, cómo se puede separar una sola carne sin que todo se desgarre, cuerpo y alma, sin daño irreparable para ambos contrayentes. Como comentaría uno de los seguidores del Nazareno, "para eso, mejor es no casarse". Sin embargo, Esther supo que hasta con aquel idiota que le había tocado en suerte, con aquel Rubén incapaz de conocerla ni de conocerse, ella era tan débil como cualquier otro ser humano: lo único que buscaba era ser querida y que no le hicieran daño. Por cierto, en esto, los espíritus no nos distinguimos de vosotros, los hijos de Adán: somos igualitos.

A estas alturas de sus reflexiones, giró la cabeza y vio que mi Señora Miriam le contemplaba. En ese instante supo que leía sus pensamientos sin el menor equívoco. Sin embargo, no se sintió traspasada en su intimidad. ¿Qué tendría aquella mujer que desnudaba el alma sin que el auscultado se sintiera humillado sino comprendido?

Recuperó las palabras del Maestro, Esther nunca había oído hablar con tanta rudeza de las relaciones entre hombre y mujer. Aquellas palabras eran recias mientras que lo que a ella le habían enseñado no era exigente, sino empalagosamente cruel. Recordaba aún lo que, en pleno proceso de divorcio, le soltara el escriba Isaac, el intelectual de la comunidad hebrea de Filadelfia, cuando le recordó que Moisés permitía el divorcio bajo la legalista condición de que el esposo escribiera un libelo de repudio a la mujer, lo que permitía a ésta casarse de nuevo. Es decir mandarla a hacer gárgaras y deshacer aquella fusión de cuerpos y aquella unión de almas prevista para toda la vida. Otra vez confundían legalidad y moralidad.

De libelos de repudio sabía un poco Esther, pero el hijo de Miriam no hablaba de libelos:

-Por la dureza de vuestro corazón os dio Moisés esta ley –lo que Esther llamaba "libelo y puerta"- pero al principio de la creación los hizo Dios varón y hembra. Por esto, dejará el hombre a su padre y a su madre… y serán los dos una sola carne.

Por si quedaban dudas, el maestro insistió:

-De manera que no son dos, sino una sola carne.

Esther estuvo a punto de gritar un ¡hurra! Era la primera vez que escuchaba a un hombre, a un maestro con fama de profeta, colocar, no la dignidad, valiente tontuna, sino los sentimientos de una mujer a la misma altura que los del varón. La conclusión le preocupó algo más:

-El que repudia a una mujer y se casa con otra adultera contra aquélla y si la mujer repudia al marido y se casa con otro comete adulterio.     

Esther siempre había pensado en volverse a casar por pura venganza contra Rubén. Su imaginación volaba: se veía paseando ante Rubén y Sephora del brazo del idiota de su nuevo esposo mientras un amargadísimo Rubén, desgraciado en un segundo enlace de lo más infeliz, suspiraba por el bien perdido, es decir, por ella misma, convertida ahora en objeto inalcanzable. Pues no: no era lícito separar una sola carne, la suya y la de Rubén. Un mandamiento insidioso que, sin embargo, resplandecía con la más poderosa fuerza del universo: la certeza.

Comprendió lo que tenía que hacer.  El tonto de Rubén ya se había comprometido legalmente con aquella víbora pero, según las palabras del Nazareno, su deber era, incluso entonces, intentar rehacer el cuerpo roto, la carne desgarrada. Y si no, le aguardaba la segunda parte del manual de instrucciones: aunque su ex fuera un perjuro, el que había roto su compromiso, ella no podía revolcarse en el mismo lodo de la deslealtad. ¿Era eso justo?

Por lo menos, resultaba durísimo, pero, ¿acaso no era precisamente eso lo que ella reclamó a Rubén cuando, embarazada de su hijo, le exigió la fidelidad prometida?  En Filadelfia, la mayoría de la gente, ellos y ellas, repetían aquello de que los hijos son primeros que el cónyuge, porque son "sangre de mi sangre". Y ahora llegaba  aquel profeta con su novedad radical: si los hios son sangre de mi sangre el esposo, o la esposa, son "mi misma carne". Es decir, que la entrega al otro es aún más importante que la paternidad.                                      

Luego pensó en las satisfacciones sexuales fatuas, en los agobiantes ejercicios de vanidad en los que había convertido su virtud, incluso ella, la abandonada, también había sido desleal. Había satisfecho su rencor pero se había quedado vacía. En eso se parecían sexo y venganza: ambos pueden resultar excitantes durante unos momentos pero luego provocan un tedio mortal, mucho más intenso, mucho más duradero y mucho más insoportable.

Y mi Señora Miriam, claro, continuaba observándola:

-Adiós, Miriam, gracias por todo. No sé quién es tu hijo y casi temo preguntártelo, pero lo barrunto, porque jamás hombre alguno habló como Él. No te preocupes, ahora sé lo que tengo que hacer. Intentaré regresar con la mitad de mi cuerpo. Se lo que me va a decir y espero no alegrarme demasiado. Pero, sobre todo, se lo que yo no debo hacer: no ser infiel a infiel.

Luego añadió, a modo de despedida:

-¿Crees que necesito preguntarte algo más?

-Absolutamente nada. El resto ya lo sabes.

-¿Todo?

-Casi todo. Y si necesitas algo más, te será dado cuando corresponda.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com