-Señor, si te lo has llevado tú, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré.
Para quien no esté acostumbrado a ver un cuerpo glorioso, liberado de las ataduras del espacio y el tiempo, es decir, tal y como son en el Reino y tal como serán tras el Juicio de las Naciones, el espectáculo puede herir su sensibilidad.
El caso es que María de Magdala no tenía muy claro ni lo que pedía ni lo que decía. Pero el amor que sentía por el Maestro le indicó lo que su cerebro nunca le habría mostrado: aquel hombre era el Maestro que había salido de la muerte, que había resucitado. Cuando Simón Pedro, el jefe y el metomentodo Juan, que blasonaba de ser el discípulo amado de Jesús, abandonaron el sepulcro propiedad de José de Arimatea, la Magdalena se había quedo allí, frente a la roca corrida. Se asomó de nuevo a la oquedad y se llevó otro susto. Antes no había nadie, ahora, estaba ocupada por dos jóvenes, sentados uno a la cabecera y otro a los pies de donde había descansado el cuerpo inerte de Cristo. Perpleja como andaba por todo lo que ocurría, lo primero que imaginó fue que se encontraba ante profanadores de tumbas, que no faltaban en aquel Jerusalén enloquecido. Pero no, no parecían facinerosos. Eso sí, con una sorna rayana en lo ofensivo pra aquellas circunstancias, le dijeron:
-Mujer, ¿por qué lloras?
Aquella debía ser la jornada de lo extraordinario porque parecía una pregunta tonta para ser formulada desde el interior de un sepulcro. María, sólo acertó a responder a los presuntos salteadores:
-Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto.
Vamos que aquella mujer contumaz estaba dispuesta a encontrar su cadáver como fuera. Entonces se volvió y se llevó otro susto morrocotudo. Un tercer personaje, etéreo, aunque más consistente que los dos intrusos del sepulcro, situado en el exterior, a su espalda, insistía en la misma cuestión:
-Mujer, ¿por qué lloras, a quién buscas?
A mí la escena me recordaba la queja del profeta veterano: ¡Pueblo de dura cerviz e incircunciso de corazón! Ni la Magdalena ni los apóstoles creían lo que veían, nota distintiva de la especie humana que a los espíritus siempre nos ha resultado sorprendente: queréis ver para creer pero tampoco creéis cuando veis. Al parecer, los ojos, que no es el sentido más noble, no os sirven para mucho. Ni los apóstoles ni las santas mujeres entendían nada. El maestro les habría anunciado un par de cientos de veces que debía morir y resucitar. Ellos atendían a sus palabras con la indulgencia del borrego, con más mansedumbre que inteligencia, entendiendo todo y sin comprender nada. Pese a todo, el cariño de aquella mujer, empeñada en honrar a un muerto, merecía una recompensa. Así que el Resucitado bajó un escalón:
-¡María!
Al oír pronunciar su nombre, María comprendió, por fin:
-¡Rabboni! -maestro, para el que no domine el hebreo, ¡cuánta incultura!-. Y se arrojó a sus pies.
Si no le hubiera reconocido la Gracia de Dios Padre hubiera bastado con la ironía de Dios Hijo:
-Suéltame, que aún no he subido a mi Padre…
Empleó el Maestro la palabra 'subir', acomodándose así, no ya a la condición especial de una raza humana, que también es materia, sino a la imaginación del hombre. Asombroso espectáculo: Dios se anonada ante la criatura para que ésta pueda entender lo que hace por ella.
-…pero vete a mis hermanos -¿Hermanos de unas criaturas, nos preguntamos los Espíritus?- y diles: subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios.
Por fin, María comprendió.- Partió como un rayo y, de vuelta a la base, explicó a Pedro y al resto, ante la sonrisa de mi Señora Miriam:
-He visto al Señor, y me ha dicho estas cosas.
Vació el costal. El diagnóstico de los presentes resultó tan esperado como deprimente. Una reacción compuesta de dos elementos producto de su enorme sabiduría: la histeria es singularidad propia de mujeres. Habían sido las mujeres las que hablaron de sepulcro vacío y ahora la Magdalena aseguraba que, en efecto, estaba vacío porque su inquilino había vuelto a la vida y paseaba por aquellos parajes antes de subir al Cielo y regresar. Impactante. Segundo: algo está ocurriendo, sí, pero no tenemos claro lo que es. Por tanto, no nos comprometamos en exceso. Lo más prudente es esperar y ver. Traducido: los apóstoles tenían miedo.
Eso sí, el trío formado por Pedro y los hermanos Zebedeo empezaba a moverse según la agenda de Dios. Por eso, ante el agitado testimonio de la Magdalena, dirigieron su mirada a mi Señora Miriam. Pero ninguno de los tres se atrevió a preguntar. Mientras, la Magdalena, mohína ante el fracaso de su embajada, profundamente cabreada y aún más profundamente convencida de que todos los hombres son idiotas, se refugió en sus compañeras. Estaba especialmente dolida con Simón Pedro y Juan. A fin de cuentas, ellos también habían contemplado el sepulcro vacío, aunque se aferraban al hecho de que "a Él no le hemos visto".
Lentamente pasaron las horas de aquel domingo, jalonado por rumores, como la irrupción de Cleofás y Rubén, dos discípulos que aseguraban, no sólo haber visto al Señor, sino haber hablado y comido con Él. Aquello ya era demasiado. Cuando la luz del crepúsculo empezaba a brillar antes de morir, apareció el Maestro, en mitad de la estancia. Sí, apareció, lo que provocó que más de uno de entre los presentes pegara un brinco que 2.000 años después le hubiera supuesto una medalla olímpica. Jesús les saludó con lo que más necesitaban:
-La paz sea con vosotros.
Los presentes se convirtieron en estatuas de mármol y Santiago el Menor escupió con elegancia el trozo de pan que tenía en la boca. Al parecer, para recuperar la movilidad necesitaban otro estímulo: Jesús les mostró las manos y el costado traspasados y repitió:
-La paz sea con vosotros.
Cuando consiguió que el público asistente recuperara los sentidos primarios de vista y oído, añadió:
-Como el padre me envió así os envío yo a vosotros.
¿Adónde nos envía? -pensó Felipe, conocido por sus vividos reflejos.
-A quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados, a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.
Ellos bastante tenían con memorizar aquellas palabras así que no se percataron, lo harían más tarde, no ya del poder que se les confería, sino de que el Maestro estaba empleando el presente continuo. Al parecer, el plácet divino sobre las conciencias no tenia fecha de caducidad.
El grupo combinaba ya la alegría del reencuentro con el temor a lo desconocido. Caramba, le habían visto resucitar a los muertos pero no resucitarse a sí mismo. Además, quién podía darse la vida, ¿no podía haber evitado su humillante muerte? Además, no está bien que un proscrito regrese de la tumba: ¡Te llevas un susto de muerte!
Con divina paciencia, el Maestro se vio obligado a la pregunta retórica:
-¿Por qué estáis turbados y por qué dais cabida a esos pensamientos en vuestros corazones?
Yo habría añadido "pedazos de mastuerzos", pero testifico que el Maestro no lo hizo.
-Mirad mis manos y mis pies: soy yo mismo. Palpadme y comprended que un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo. Mirad mis manos y mis pies: soy yo mismo.
La terapia iba surtiendo efecto. Los pacientes abandonaban lentamente su estado catatónico pero para que terminaran de reaccionar, aún faltaba algo:
-¿Tenéis algo de comer?
Con la valentía de la mujer ante lo desconocido, la madre de los Zebedeos le acercó un poco de pescado. No era mucho, pero sirvió para el experimento. Mi Señora Miriam, quien se estaba divirtiendo un montón, añadió un trozo de pan y un vaso de agua, que no de vino, así como un plato de higos.
Al verle comer se despertó el intelecto de los Apóstoles. Pedro preguntó:
-Señor, ¿qué ha ocurrido?
El Maestro se levantó y, teniendo buen cuidado en abarcar a todos los presentes, les bendijo mientras exclamaba:
-Esto es lo que os decía mientras aún estaba con vosotros - así que ya no estaba-. Era necesario que se cumpliera todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los profetas y en los salmos acerca de mí.
"Dios siempre cumple su palabra", pensó Santiago el Mayor.
Era el momento de abrirles el entendimiento. Como algunos vislumbraron el gozne histórico y comprendieron que todo lo que les habían enseñado en las sinagogas, el conjunto las Sagradas Escrituras, no eran sino preparación para aquel momento fugaz. Jacobo también evocó lo que había leído -pues sabía leer- en algún sitio sobre los 1.000 años que son para Dios un instante para el hombre. En el entretanto, el maestro, quien permanecía con los brazos alzados y las palmas de las manos boca abajo, continuó:
-Así está escrito: que el Cristo tiene que padecer y resucitar de entre los muertos al tercer día y que se predique en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las gentes, comenzado desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas.
Y eso implicaba el deber de dar testimonio, según el sistema divino de propagación que aborrece de la información de masas para centrarse en el boca a oído y comunicar de corazón a corazón. Luego, sus palabras se volvieron más enigmáticas:
-Y sabed que yo os envío al que mi Padre ha prometido. Vosotros, pues, permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de la fuerza de lo alto -y dejó caer sus brazos.
Juan, como siempre, se volvió hacia su oráculo particular:
-Madre, ¿habla de algo o de alguien?
-Habla de Alguien, del Alguien más importante de todos: de su propio Espíritu.
-¿Su propio Espíritu? Entonces es algo.
-No Juan. Es Alguien, aunque no es un hombre.
Si quería saber más, y sí que quería, se quedó con las ganas, porque, en el entretanto el hombre que había comido pan y pescado desapareció de su vista sin salir por la puerta. Su Madre rompió el estupor reinante:
Y mientras, todos a trabajar.
-¿A trabajar en qué, madre? -preguntó Simón Pedro.
-En vuestro trabajo. Tú, Andrés, y tú Pedro, y vosotros, Santiago y Juan deberías volver a Galilea, aunque no hoy mismo. Y los demás, deberías acompañarle. Sí, tranquilizaos, le volveréis a ver.
-Tomás no le ha visto -comentó Mateo.
-Le verá. Y muy pronto.
-Pero Madre -arguyó Santiago-, a mí no me apetece regresar al norte.
En el entretanto, ¿qué hacían los romanos, los fariseos, los escribas y quienes habían perpetrado el deicidio?
El gobernador Poncio Pilato se había sumido en un letargo morboso que duraba desde que promulgó la condena a muerte del Nazareno. Su esposa Claudia había abandonado Jerusalén para embarcarse hacia Roma. Ni tan siquiera se inmutó cuando su secretario le informó de que el cadáver de quien había mandado crucificar había desaparecido y que rumores maliciosos circulaban por la ciudad aquel primer día de la semana.
Antes de que María Magdalena y sus compañeras llegaran al sepulcro, la pasada madrugada, los guardias, media docena de legionarios, enviados para que "los discípulos del galileo no robaran su cuerpo", se quedaron dormidos, a consecuencia del vino ingerido, aquel brebaje amargo, porque los latinos siempre habían considerado que los hebreos no sabían fermentar el mosto… y no andaban faltos de razón.
Su despertar no resultó alegre. Poco antes de rayar el día, una luz procedente del sepulcro les alertó de que algo no funcionaba como debiera. Pero lo peor ocurrió cuando, a sus espaldas, una especie de gigante de fuego les miró con muy mala cara. Aquella operación les hizo desistir, abandonando armas y pertrechos y huyeron despavoridos hacia la muralla. En la falda de la colina se los encontrarían la Magdalena y sus compañeros -los pertrechos, no a los soldados-.
Entrados en la ciudad, los legionarios recuperaron el resuello y se preguntaron a dónde ir. No podían volver a la guarnición y explicarle al centurión que no se habían atrevido a hacer frente a un gigante, sobre todo porque los gigantes no figuran en el catálogo de los enemigos del César.
Además, los que tenían la cabeza más fría tuvieron que arrastrar a los más pusilánimes, aún paralizados por el terror de aquella visión. Apenas pudieron ver a lo que se enfrentaban en medio de aquella luz deslumbrante y pegajosa, pero era mucho más lo que sentían y presentían.
El decurión que les comandaba, Cayo Águila, trató de buscar una salida. Parecía una gallina mojada pero bien sabía que no podía presentarse ante sus mandos. Al final, se decidió por acudir a los sumos sacerdotes de los judíos. Ni él ni los suyos habían participado en la tortura y crucifixión del reo y bien sabía Cayo quiénes habían sido: los más brutales de toda la guarnición jerosolimitana, a los que les encantaban ensañarse con las víctimas con un sadismo que hasta él mismo, acostumbrado a la sangre, tras varios lustros de soldado, le resultaba repugnante. Al final, se dirigió al Templo, que había sufrido los efectos de un terremoto. Allí, uno de los guardianes alertó a los mandamases del Sanedrín, que se reunieron en casa de Caifás.
Cayo refirió lo sucedido con una descripción vaga de la luz cegadora y sin aludir al gigante. Resultó bastante humillante para él, un decurión romano, solicitar auxilio a los judíos colonizados, a los que 12 horas antes habría tratado con desprecio con el máximo desprecio.
Y peor: Caifás y su suegro, Anás, antaño sumo sacerdote, habían perdido el control. Caifás, que dos días atrás se había permitido retar al Gobernador romano de la plaza, y al que chantajeaba con el miedo a una sedición, el verdadero líder político del nacionalismo radical judío, parecía hipnotizado. Apenas había conseguido sobreponerse a las tinieblas que cubrieron la tierra el viernes, aquella extraña tormenta que cubrió el firmamento en cuestión de segundos, así como al terremoto posterior. Pero, sobre todo, lo que Caifás no había conseguido superar eran las apariciones de espectros, que habían invadido Jerusalén cuando el Nazareno expiró. Entre ellos, Caifás creyó reconocer a su propio padre, el mismo que le reprochara haber medrado aprovechándose de crédulos e ignorantes.
Como estaba ido, tuvo que ser su segundo, Alejandro, mucho más joven y más inconsciente, quien tomara las riendas. Sin exprimirse en exceso las meninges, Alejandro ofreció dinero a Cayo y sus hombres. Lo único que pensó es que aquel galileo les estaba saliendo demasiado caro incluso después de muerto.
Pero a Cayo no le bastaba con el dinero.
-¿Y qué va a decir el gobernador?
Alejandro miró a Caifás, que continuaba perdido: una gran ayuda.
-Decid que os dormisteis y, mientras, los discípulos de ese hechicero robaron el cadáver.
Necia solución la de presentar testigos dormidos. Pero Alejandro estaba improvisando y como el decurión Cayo no parecía muy convencido con la solución, añadió:
-No os preocupéis. Si llegara a oídos del Gobernador, nosotros le tranquilizaremos. Todo estamos metidos en esto y él es quien más tiene que perder en el envite.
Las chapuzas de los verdugos tras la Resurrección del Señor se explican si no se pierde de visa un detalle importante. Hasta la cruz, son los espíritus malignos quienes dirigen las operaciones. Pero con la muerte de Cristo, Lucifer comprendió que había sido engañado: lo que él considera su gran triunfo se convierte en el mayor de sus fracasos. Si Satán pudiera caer en la depresión -en la amargura vive constantemente-, algo que su clarividencia le evita, estaría postrado desde entonces.
El rey del Infierno sabía ahora que en la cruz había sido destronado como príncipe del mundo de los hombres. Y desde la resurrección ya sólo lucha por conservar los despojos de su monumental derrota y para conseguir el mayor número de esclavos humanos a su servicio.
Algo así como esos tiranos que, en su lecho de muerte, ordenan degollar a unos cuantos de sus enemigos.
Lucifer lo tiene crudo. Pobriño.
Eulogio López
eulogio@hispanidad.com