Cambiar las reglas del partido cuando falta media hora para que termine no parece muy razonable. Es lo que pretende el PP con el cambio de la ley electoral para que sea alcalde el candidato de la lista más votada.
La medida tiene más calado de lo que parece, en sus puntos a favor o en contra, dentro de ese genérico "la política es el arte de lo posible". Puede ser una serpiente de verano, que nació en primavera, o el arranque de un debate mucho más amplio.
Lo amplio está en la ley electoral. Los partidos pequeños, por ejemplo, quieren cambiarla entera para tener más escaños en el Parlamento y romper el bipartidismo. El PP y el PSOE no quieren ni oír hablar de esa posibilidad porque la ley actual les beneficia. Con la elección directa de los alcaldes pasa lo mismo. El PP teme perder las alcaldías en las que no repita la mayoría absoluta de mayo de 2011 y el PSOE, que planteó lo mismo y por las mismas razones hace seis años, cree que ese cambio le perjudicaría.
Eso es lo coyuntural, que se saldará con un desprecio al consenso, si el PP finalmente (se verá) renuncia a un acuerdo con otras fuerzas (hay muchas fórmulas para entenderse desde posturas extremas). Lo ideal sería que los dos grandes partidos pactaran las grandes cuestiones de Estado con el objetivo de defender el bien común, no el particular. Se evitaría así, por ejemplo, que las leyes cambiaran con tanta ligereza, según gobierne uno o su contrario. Pero queda un año para las elecciones municipales, mucho o poco tiempo, según se mire. Objetivamente poco, teniendo en cuenta que han pasado tres años ya con esos alcaldes al frente y que Rajoy alcanzó la mayoría absoluta en 2011.
Lo que pone sobre la mesa el debate, en cualquier caso, es un triángulo virtuoso entre la representatividad, la gobernabilidad y la pluralidad. Las opciones son dos: la fórmula actual -es decir, que los partidos lleguen a un acuerdo para decidir quién es el alcalde- o cambiar la ley para que sea alcalde el que más sufragios tenga, aunque sea elegido con el 25% de los votos y el resto de los partidos representen al 75%.
En democracia, las tres cosas son buenas: el reconocimiento del pluralismo social, que se concreta en una representatividad determinada, con la que se pretende la más eficiente gobernabilidad, aunque hay muchas trampas para ningunear cualquiera de las tres cosas. Son tres patas, a las que le falta, para que la mesa no se caiga, una cuarta: el bien común. Y el bien común no tiene nada que ver ni con los conejos sacados de la chistera a última hora ni con la reacción de los espectadores que asisten desde la grada al espectáculo. Si unos y otros no tienen en cuenta el bien común, todo lo que decidan será pasajero.
Mariano Tomás
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