Sr. Director:
A juzgar por las informaciones oficiales, la estrategia en la negociación de la deuda externa argentina, ha elegido un camino pragmático: decirles y demostrarles a los acreedores cuál es nuestra capacidad de pago en función de las posibilidades de la economía y sus proyecciones futuras, cercenando los importes deudores a través de la conocida "quita", que se estableció en el 75%. Secundariamente se dispuso cuánto es lo que puede pagarse, quedando establecido un monto anual estimado en el 3% del superávit fiscal alcanzado.
Como era de esperarse los acreedores no aceptaron las propuestas, e iniciaron acciones legales que ya lograron resultados adversos a nuestro país, quedando abierta la posibilidad de acciones efectivas en nuestra contra, tales como posibles embargos u otras confiscaciones.
A esta altura del proceso, pareciera que la principal fortaleza radica, precisamente, en nuestra debilidad económica: dada la escasez de bienes y recursos que tiene nuestro país en el exterior, sería muy poco lo que se encuentre para recobrar, ergo, deberán conformarse con lo que se ofrece.
Sin embargo, aquel criterio seguido como estrategia –en mi opinión- no reconoce acertadamente nuestra situación, al omitir manifiestamente las causas que la produjeron. No faltan voces mas o menos interesadas, de adentro y de afuera, que acusen a la administración Kirchner de una suerte de "viveza" (en el peor sentido del término) para escamotear las "legítimas" aspiraciones de los acreedores de recuperar lo invertido aquí.
El verdadero punto en cuestión es por qué debemos lo que se nos reclama, si es que verdaderamente debemos los montos en cuestión. En definitiva: por qué llegamos a esta situación? Cuál es el origen de nuestra deuda? Cómo es que creció hasta alcanzar los U$S 200.000 millones? A dónde fue a parar tamaña suma? Quiénes negociaron y en qué condiciones y con qué beneficios? Cuánto hemos pagado de la deuda original y cómo es que debemos varias veces ese importe? La estrategia oficial en cambio, pragmáticamente está diciendo: no revisemos el pasado, sino veamos cuánto podemos pagar, y propongamos un plan de pago, aunque desde el lado opuesto nos están diciendo: queremos cobrar todo lo que los títulos poseídos expresan.
Omitir el origen del endeudamiento y las causas de su evolución, es debilitar considerablemente nuestra posición, al tiempo que fingir nuestra realidad de país estafado y prisionero de especulaciones financieras, quedar sujeto a sanciones y condenas, tapar una vez mas las responsabilidades asumidas por irresponsables y embaucadores, hacerle asumir a la población las incorrecciones de anteriores administraciones, encubrir las acciones de aquéllas, y abrir la posibilidad a nuevas aventuras financieras.
Pero también, esa omisión implica dejar de lado el derecho que nos asiste, los fallos judiciales sobre la deuda externa, y el derecho internacional ante estas situaciones. Por otra parte es renunciar a múltiples exhortaciones y reclamos de varios años a propósito del endeudamiento a que fueron sometidos diversos países, y sistemáticamente silenciados por los poderosos medios de comunicación. Es silenciar también las oportunísimas intervenciones del Papa Juan Pablo II, y en nuestro caso hasta de los propios obispos que también alertaron en esta materia. Es borrar de un plumazo la propuesta Espeche Gil, como un camino alternativo para enfrentar razonablemente un conflicto complejo.
Esta omisión implica también, presentarnos rendidos ante los organismos internacionales, eficaces co-responsables de la situación presente, y aceptar sus condicionamientos de política. Es darle razón a los que tildan al país de irresponsable e incompetente para gobernarse a sí mismo, y a los que pronostican oscuros nubarrones si no pagamos a costa de sangre, sudor y lágrimas sin chistar.
Así debilitada la posición, mas allá de todos los discursos y encendidas proclamas de tribuna en sentido contrario, nos encaminamos mansamente a un nuevo ajuste de indudables repercusiones económicas, entre las que cabe destacar sucintamente algunas:
a) Necesidad insoslayable de obtener un superávit fiscal, inconducente para un país que sale de una depresión, y que implica mayores ingresos tributarios y estacionamiento en los imprescindibles gastos de un Estado desquiciado, aunque coyunturalmente las estadísticas reflejen tibias mejoras. Esto implica mayores impuestos, y por ende mas presión sobre el público contribuyente, para obtener fondos que luego no serán reinvertidos en el país, sino que su destino es el giro al exterior, siendo por tanto un freno a la expansión necesaria. Además, la política impositiva, relegará su acción redistributiva, su contribución al crecimiento y a la política económica a un fin primordial: recaudar. No debe mover a engaño que transitoriamente y por efecto de la recuperación y rebote tras la salida de la convertibilidad se observen signos de crecimiento junto a superávits fiscales.
b) Necesidad insoslayable de superávit en el sector externo, particularmente en el balance de comercio, para obtener divisas que compradas con los pesos recaudados por impuestos, puedan girarse al exterior. Esto implica la imperiosa necesidad de exportar, lo cual no es malo si se lo organiza de modo que se lo vincule al crecimiento, pero se vuelve contraproducente si lo hacemos con productos primarios sin elaborar (gas, petróleo, materias primas) reduciendo el consumo interno y haciéndole pagar a la población precios internacionales con salarios deprimidos en pesos.
c) Periódicos controles y presiones de diverso y variado tipo sobre las políticas internas, a cargo de auditores cuya propósito excluyente es cobrar, condicionando la autonomía económica.
d) Paulatina división de los niveles socioeconómicos en dos sectores: favorecidos y perjudicados.
e) Incapacidad de crecer a largo plazo, dados los niveles de endeudamientos producidos.
Ciertamente, hay algunas medidas atenuantes a incorporar, pero operarán en un contexto desarmonizado y condicionado por los esfuerzos a que inducirá el cumplimiento de los compromisos. Y de todos modos persistirá un marco de incertidumbre derivado de una propuesta inaceptable por parte de los acreedores insatisfechos por la quita sobre sus títulos, además de quedar reforzado el estigma de incumplimiento, y las renuencias a futuras inversiones externas.
Y quizá quede aceptada la imagen histórica de un país que vivió una historia de endeudamientos desconocidos y pagos desatinados, sin que se supiera cómo ni por qué, ni quienes jugaron con nuestro destino.
Eduardo R. Carrasco
educar@compendium.com.ar