(Mateo 26, 6-16 y Marcos 14, 3-9)

Faltaban dos días para la Pascua, para la gran fiesta judía, y el ambiente se había vuelto muy pesado. Ni los espíritus conocíamos el calendario de la redención del hombre pero las alusiones de Jesús de Nazaret nos la presagiaban como inminente.

Sí, el ambiente se había vuelto muy pesado en Jerusalén. Las advertencias del Maestro eran ya demasiadas como para considerarlas una metáfora. Una y otra vez repetía que iba a Jerusalén a morir, así que la atmósfera reinante en el colegio apostólico –que ya entonces lo era, aunque los apóstoles se hubieran reído si alguien les hubiera llamado así- no era de regocijo. Y la alusión a la resurrección ulterior, bueno, digamos que no acababa de tranquilizarles.

Además, y esto es lo más importante, la madre del Maestro, Mi Señora Miriam, andaba menos risueña que nunca. Y eso, para los más fieles, era señal inequívoca de que las cosas no iban como debieran. Nunca la Madre del redentor había estado tan seria, con aquella mirada perdida, ni tan pendiente de su Hijo, de sus palabras, de sus gestos. Estaba claro: mi Señora Miriam percibía que había llegado la hora. ¿La hora de qué? La hora del mundo, cuando una espada traspasaría su alma.

Por otra parte, Pedro, que tenía amigos en la capital, sospechaba que se estaba tramando una conjura. Recurría a menudo a Juan, quien conocía a antiguos compañeros de juegos infantiles entre los criados de las más egregias familias sacerdotales judías y a Mateo, quien, a su vez, conocía a algunos publicanos con buenos contactos, tanto en la corte de Herodes como en la fortaleza del gobernador romano, Poncio Pilato.

Y lo más llamativo: el Maestro no se escondía. No me refiero a cuando predicaba –entonces jamás se escondía y se colocaba en el atrio del mismísimo templo, donde todos podían verle y oírle- sino cuando se reunía con sus próximos o con los jerosolimitanos que se aproximaban para hablar con el taumaturgo de Galilea. Por lo general, no veían más allá… de sus narices. Antes lo rehusaba, ahora no: ¿Qué estaba ocurriendo?

Aquel día, el Único se había enfrentado a los fariseos, escribas y sacerdotes, en esas fechas ya plenamente aliados contra el enemigo común, y les había contado una parábola sobre el juicio final y el destino último de elegidos y condenados. Aquel público tenía muy mala uva pero no era tonto y comprendió enseguida de quién estaba hablando y cuál podía ser su destino particular. Cundo Jesús abandonó el lugar, Pedro y Juan miraron hacia atrás y comprendieron que los aludidos estaban conspirando contra el Maestro. Y sí, estaban preocupados: aquello iba en serio.

Cosa curiosa: en aquel ambiente de odio casi palpable, mi Señora Miriam no reparaba en su Hijo sino en una mujer vestida con ropajes elegantes.

Al atardecer, el Maestro se había retirado a Betania, a unos tres kilómetros de Jerusalén. No se hospedó en casa de los hermanos Lázaro, María y Marta, sino en casa de Simón el Leproso. Le llamábamos así porque así quería ser llamado. Había sido curado de esta enfermedad por el Maestro y cada vez que íbamos a Betania se peleaba con Lázaro por acoger al Nazareno y a su comitiva. No, los espíritus no necesitamos alojamiento pero sabemos valorar la hospitalidad humana.

Y resulta que Simón, el leproso, desahogado terrateniente, conocía a aquella mujer a la que observaba mi Señora Miriam en Jerusalén. Se llamaba Isabel y era la esposa, aún más desahogada económicamente, de uno de los miembros más sobresalientes de las familias sacerdotales hebreas. Su padre figuraba entre los conjurados contra el Maestro; su esposo, también. Isabel había tenido la ocurrencia de seguirnos hasta Betania, al otro lado del torrente Cedrón. Estábamos cenando en aquellos espantosos reclinatorios hebreos, lamentable herencia de Roma, cuando irrumpió en escena. Simón le saludó pero ella no le respondió. Sin decir palabra, se arrodilló a sus pies y extrajo de su manto un frasco de cerámica tan fino que resultaba transparente. El frasco, en sí mismo, era una joya y los presentes que pudieron verlo comprobaron que era perfume de nardo legítimo, un objeto tan valioso que muy pocos de los congregados habían tenido oportunidad de contemplar. Como recuerdan mis amigos, los cuatro evangelistas, al alimón, aquel frasquito valía todo lo que gana un obrero durante un año.

Pero las sorpresas no habían terminado. El asombro de los presentes llegó al culmen cuando Isabel rompió el frasco  estrellándolo contra el suelo. Se suponía que aquel perfume, que sólo vendían los refinados y peligrosos mercaderes árabes de paso por Canaán algo así como los especuladores financieros de vuestra época. Aquel había sido el regalo de boda de muchos pudientes, destinado a ser consumido gota a gota y en ocasiones especiales. Sin embargo, Isabel cogió los restos desparramados y lavó con ellos los pies del Maestro. Era una forma de explicar sin palabras que aquel dispendio estaba bien utilizado para una operación en principio tan modesta como lavar los pies del Maestro: tal era la relevancia que otorgaba al propietario de aquellos pies hinchados y agotados.

La reacción fue unánime: escándalo. Aquello era un derroche inaceptable. No, no sólo fue el Iscariote, sino todos los presentes, fieles y traidores, quienes entendieron aquel gesto como el capricho tonto de una mujer tonta… y rica. De ahí que las palabras del Maestro sorprendieran incluso a sus tres más íntimos, a Pedro, Santiago y Juan:

-¿Por qué molestáis a esta mujer? Ha hecho una obra buena conmigo, pues a los pobres siempre los tenéis con vosotros pero a mí no siempre me tenéis. Al derramar sobre mi cuerpo este perfume, se anticipó a mi sepultura.

En ese momento, Isabel, arrodillada a sus pies, quiso hablar, pero el Dios encarnado le hizo una señal con el índice de su mano derecha. No era necesario

Luego, hemos sabido en el Reino –por la propia Isabel, claro está- que ella quería explicarle la conjura en la que participaban su familia pero el gesto del Nazareno comprendió que no era necesario, que él lo sabía muy bien. Tras instarla al silencio, el Nazareno prosiguió en voz alta:

-En verdad os digo: dondequiera que se predique este evangelio en todo el mundo también se contará, para memoria suya, lo que ésta ha hecho.   

Y así ha sido. Es curioso lo que ocurre con los cuatro evangelios. No sólo es el libro más documentado de la historia sino también el más leído o escuchado de todo el devenir humano sobre la Tierra. Y el más influyente, sin duda. Sin embargo, nunca ha gozado de predicamento entre los poderosos. Es la marca del Único: las cosas de Dios siempre provocan poco ruido y muchas nueces. Isabel es hoy más conocida que los reyes y reinas más afamados, por un dispendio basado en el cariño pero, sobre todo, en el arrepentimiento: era su propio clan familiar, sus próximos quien estaban preparando el asesinato.

Isabel abandonó la estancia. Cuando llegó a su hogar, en Jerusalén, tuvo problemas para justificar su ausencia pues llegó ya bien entrada la noche. Pero la historia aún no había terminado en Betania. Tras Isabel, salió Judas Iscariote, el amante de los pobres, herido en su yo más íntimo por el gesto de Isabel. Lógico, si Cristo hubiera aceptado el perfume de nardo como ofrenda él, responsable de la contabilidad del grupo, le habría sacado un espléndido rendimiento económico. El perfume de nardo se vendía bien y a buen precio.

Fue entonces cuando Judas dio el paso definitivo hacia lo que llevaba maquinando desde hacía meses. No quería ser el heredero de un perdedor y sabía, con más certeza que el resto de los apóstoles, los leales, que aquel hombre a quien tanto había admirado buscaba la muerte. No era él quien les traicionaba, era el propio Cristo quien les traicionaba a ellos, a quienes le habían servido con diligencia. Era una locura no emplear su poder en aniquilar a sus enemigos, porque, además, con su suicidio les condenaba a todos.

Entró en la ciudad poco después de Isabel y también fue necesario abrirle las puertas de la muralla. Una vez en el interior se acercó hasta la casa del sumo sacerdote Caifás. Éste, siempre cauto, exultaba de satisfacción, un entusiasmo mórbido, porque a través del traidor Iscariote podría acabar con el Nazareno. Pero no quiso ni hablar con el traidor. A los infieles hay que utilizarlos, no tratarlos. Fue uno de sus subordinados quien negoció con Judas pero fue el propio Caifás quien le aconsejó la oferta: treinta siclos, es decir, treinta monedas de plata, que era el precio al que cotizaban los esclavos. Judas estaba vendiendo al Hijo de Dios al precio de un siervo.

Os preguntaréis por qué lo hizo. Una pregunta que exigiría una explicación muy clara, ciertamente. Así que no la responderé salvo en parte: la parte  última. El hombre Judas vendió a Dios por pecado de fatalidad. De fatalismo, como diríais los hombres del siglo XXI. Mientras negociaba con los delegados del Sumo Sacerdote ya se había dado cuenta de la condena que El Nazareno explicaría a sus próximos: "Mas le valiera a ese hombre no haber nacido". Sin embargo, el fatalismo, la desesperanza, le impelía a consumar la felonía. Cuando la fatalidad controla al hombre, éste pierde el control de su propia alma. El determinismo, la inexorabilidad, es la droga más letal para la conciencia, la más tonta y la más definitiva, porque sólo hay algo que Dios no perdona: que el hombre deje de confiar en Él. En el siglo XXI, fin de ciclo, sois  verdaderos especialistas en fatalismo: ¡Pobriños!

En cualquier caso, la pasión había comenzado.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com