Es la historia de Mohamed y resulta bella e instructiva como curiosa alegoría sobre el ligero problema que asola España, además de ilustrarnos sobre la cuestión migratoria y la cara dura de algunos musulmanes.
Mohamed habita en una población satélite de Madrid. Población de renta media alta. Es marroquí y musulmán. Quizás por ambas condiciones, o a lo mejor por sólo una de ellas, odia al país de acogida, a España, y permanece siempre alerta para armar el pollo a la menor provocación.
Mohamed tiene los piños hechos unos zorros, por lo que se acogió al paternalismo xenófobo del ayuntamiento de la susodicha población, institución que, con fondos públicos producto de la rapiña colonial cristiana en el norte de África, financia el arreglo de mandíbulas en las clínicas dentales de la zona.
Y a una de ellas se fue Mohamed. Empezó advirtiendo que se le tratara con la debida consideración, dado que él no tenía dinero, pero sí mucha, mucha, dignidad.
Tanta dignidad que, para que nadie pensara que se le prestaba peor atención por aquello de no ser cliente gratis total, el doctor jefe se encargó personalmente del paciente y puso toda su ciencia al servicio de Mohamed y del presupuesto municipal.
No necesito explicarles que Mohamed no quedó nada complacido por el servicio. El pollo de Mohamed montó unos guirigays sonoros en la consulta, chilló a enfermeras y administrativas y repitió, a gritos, su frase favorita: ¡Me tratáis como a un perro!. Y es sabido que a los musulmanes no se les puede tratar como a perros, porque es un animal inmundo, tan inmundo como el cerdo. El personal apeló a los especialistas para que dedicaran aún más atención a Mohamed, con la esperanza de perderle de vista a la menor brevedad posible, hasta que llegó el anhelado día en que los piños de Mohamed estuvieron correctamente alienados y alicatados del techo al suelo de su enorme bocaza.
Su despedida fue gloriosa, y propaló a grandes voces que él no tenía dinero y por eso se le trataba como a un perro. Acto seguido, aunque de esto nada dicen las crónicas, Mohamed partió al Kebab más próximo para poner a prueba sus nuevos piños, no fuera a ser que los pérfidos infieles le hubiesen perpetrado cualquier sabotaje en su amada dentadura y, por el mismo precio, pregonar guerra al opresor.
Naturalmente, el alcalde de la burguesa villa no paga el arreglo de quijadas a ningún vecino español, quizás porque el español no posee tanta dignidad como el inmigrante marroquí. Afortunadamente, nadie en la consulta le afeó su conducta -¡hasta ahí podíamos llegar!- y el equipo médico perdió dinero en el envite, pero Mohamed salvó su dentadura, su identidad y, sobre todo, su mala leche.
¿Y cuál es la moraleja de tan bella e instructiva historia? Recuerden nuestro lema, queridos amigos: divertir instruyendo.
¿Quizás que hay que cerrar la frontera a los cretinos como Mohamed? No por cierto, hay que abrirlas, de par en par, tanto las de entrada como las de salida. La única política migratoria cristiana es la de las fronteras abiertas, más allá de la política de cuotas del progresismo de salón. Y recibir a los inmigrantes con los brazos abiertos, porque la inmensa mayoría de ellos llegan huyendo de la miseria y dispuestos a trabajar duro para salir adelante. Pero a cambio de esas fronteras abiertas, lo único que hay que pedirles es respeto al país que les acoge, a su historia, a su fe, a sus costumbres, a sus gentes... Y al que no, puerta de salida, tan abierta como la de entrada.
¿Y qué se necesita para que el inmigrante respete a España y a los españoles? Sencillo. Que el español respete su historia, su fe, sus costumbres, a sus gentes... Empezando por sus dirigentes.
Es el problema de identidad de España. Y los problemas de índole psicológica, como las multinacionales, son embarcaciones que siempre hacen agua por la parte superior. Por ejemplo, por sus dirigentes. ¿Se imaginan a Zapatero o a Rajoy contando la historia de Mohamed y advirtiendo que un comportamiento así resulta totalmente inadmisible?
Eulogio López
eulogio@hispanidad.com