Las universidades públicas de los países mediterráneos están enfermas: masificación -derivada de la débil exigencia en la selectividad-; masivo abandono en los primeros años; escaso prestigio internacional; bajo gasto por alumno; tasas académicas baratas; problemas presupuestarios.
El gobierno de Nicolas Sarkozy es consciente de esta realidad y ha presentado al Senado un extenso proyecto de reforma de la enseñanza universitaria, rectificado tras las primeras críticas. El Ministerio de Enseñanza Superior e Investigación, a través de Internet, está respondiendo a las preguntas más sensibles, que afectan a cerca de dos millones de estudiantes. La ministra Valérie Pécresse está dispuesta a intentar la reforma, con datos y fundamentos precisos, de unos centros de enseñanza superior necesitados de actualización, aun a costa de derechos adquiridos y posiciones consolidadas.
Los enemigos de la reforma invocan que la universidad no puede someterse a las leyes del mercado, especialmente cuando se trata de fijar las tasas académicas. Pero la realidad es que los estudiantes pagan menos por inscribirse en un centro universitario que en un colegio o un instituto. Y lo mismo ocurre en España.
Parece prodigioso que Francia sea aún la sexta potencia mundial y España la octava, pese a las tacañas inversiones públicas en enseñanza superior. Error que no se permiten los norteamericanos. Por ejemplo, Princeton gasta por cada alumno más de 100.000 euros al año: 33 veces más que la Sorbona y muchísimo más que cualquiera de las universidades españolas.
La solución de estos problemas pasa por dotar a las universidades de una mayor autonomía. En la práctica, consiste en la libre selección de los alumnos y de los profesores. Esta propuesta chocará con la burocratización de nuestro sistema, la promoción del profesorado por afinidad ideológica en vez de por prestigio profesional y por la reducida tasa que pagan los alumnos, alejada del costo real que supone obtener un título.
Clemente Ferrer Roselló
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