En el círculo próximo de José María Aznar, se habla, y no se para, sobre la pista francesa del 11-M. Los más atrevidos hablan de una falta de cooperación de los servicios secretos franceses y marroquíes. Nadie osa afirmar que estuvieran enterados de la masacre que se preparaba, porque resultaría demasiado fuerte, pero se dice que la antiespañola pinza franco-marroquí ha vuelto a funcionar. La verdad es que las inoportunas y casi insultantes declaraciones de algunos ministros de Mohamed VI, así como el hecho de que Francia haya sido el gran vencedor en la Unión Europea tras el triunfo de Zapatero, sin apenas ocultar su entusiasmo y sus ansias de venganza contra el Gabinete Aznar (recuérdese la actitud francesa ante la alternativa de Rodrigo Rato a la dirección del FMI), han contribuido a la sospecha. Y el hecho de que la mayoría de los detenidos sean marroquíes hace exclamar a muchos aquello de "verde y con asas".

A lo mejor, la realidad es más simple. Por ejemplo, el, por ahora principal, implicado en el asesinato colectivo del 11-M es Jamal Zougam. Aunque su madre afirme que estaba desayunando con ella en la mañana del 11-M, hay testigos que aseguran haberle visto en los vagones de cercanías que reventaron en Madrid. Pues bien, el teléfono de Zougam obraba en poder de un fundamentalista, detenido en Francia, y que algunos consideran una pieza clave de los atentados de Casablanca y, quizás, de los de Madrid. Empezando por el final, decir que los servicios secretos españoles y británicos no fueron informados por los franceses sobre los pormenores del personaje al que vamos a referirnos. Los marroquíes, sí.

Se llama David Courtailler, pero desde su conversión al Islam es más conocido por Daoud. Nació el 19 de octubre de 1975, en una familia rica de la Lata Saboya. Un largo periplo por Paquistán y Afganistán y se convierte al Islam, y conecta con células terroristas. De vuelta a Occidente, la policía francesa le sigue la pista en Marruecos, España y Reino Unido. Al final, le detienen en Francia, y todas las investigaciones apuntan hacia su participación en los atentados de Casablanca.

En cualquier caso, el asunto siegue siendo el mismo: el problema de Al Qaeda es que no parece una organización, sino un conjunto de grupos que obedecen las misma consignas, aunque no está claro que las mismas órdenes. Algunos investigadores dudan que pueda existir un directorio de Al Qaeda, sino muchos, aunque es cierto que determinados atentados exigen dinero y una preparación técnica que sólo pueden proporcionar países o grupos muy establecidos. La impresión más general entre los servicios de inteligencia europeos, si hemos de hacer caso a las actuales autoridades españolas, es que cada célula terrorista islámica sólo reporta a su personalísima interpretación coránica de la realidad. Por ejemplo, nada tienen que ver algunas facciones del terrorismo palestino (más suicida y rabioso que cualquier otro) con la base doctrinal y política wahhabita y arábiga de Ben Laden. Eso sí, en lo que coinciden casi todos los especialistas, tanto en Estados Unidos como en Europa, es que todos esos grupos tienen algo en común: las fuentes de financiación, que, esas sí, suelen ser públicas. Y antes que en cualquier otro, la sospecha recae, naturalmente, en el régimen de Arabia Saudí. El gran amigo de Occidente.