Su capacidad para resumir en una frase las cuestiones más abstrusas, más enrevesadas, es algo que no dejará de asombrarme nunca.
Como cuando advirtió aquello de "Dios ama al embrión" y de esta forma cerró la puerta a todas las discusiones vanas sobre el origen de la vida, el conjunto de células, la identidad personal, la utilización de un ser humano para salvar a otro y demás zarandajas. No digo que esas cuestiones éticas no sean importantes, digo que la forma más directa de expresar la dignidad infinita del embrión es que ha sido elevado a objeto del amor de Omnipotente: "Dios ama al embrión", ergo, el embrión es intocable.
Con la frase del encabezamiento sucede algo parecido. Como siempre, Benedicto XV ha hablado sin herir -a lo mejor un día consigo imitarle- como pidiendo permiso para tomar la palabra, casi con timidez. No ha dicho -como yo hubiera hecho-: La paz social sólo se logra con el respeto debido a la persona, ¿te enteras, gilipollas? Ni tan siquiera ha dictaminado que el respeto a la persona es condición ‘sine qua non' para obtener la paz entre los pueblos. Simplemente nos sugiere que si no respetamos a la persona individual ya podemos firmar muchos tratados internacionales, docenas de alianzas de civilizaciones, que la paz no será posible.
De similar forma a como Juan Pablo II imprimió la fórmula mágica sobre la reconciliación social -"No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón (y sin arrepentimiento)"- Benedicto XVI lo adapta a la paz entre los pueblos y entre las naciones, que no se basa en tolerantes diplomáticos ni en talentosos ministros, sino en el respeto al individuo. Es lógico. A lo mucho desde lo poco. Quien no respeta al vecino, ¿qué le puede importar la guerra de Iraq o que en Sudán, el Kosovo o Colombia se masacren?
La paz no es una cuestión colectiva, social, política, sino extraordinariamente singular.
Eulogio López
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