La propuesta que realiza el cine español en los últimos tiempos puede resumirse, grosso modo, del siguiente jaez: «políticamente ineficaz, socialmente falso, intelectualmente ínfimo, estéticamente nulo e industrialmente raquítico».

La contrariedad es clara. Las palabras fueron pronunciadas por el cineasta Juan Antonio Bardem durante las  Conversaciones de Salamanca hace más de cincuenta años. Se trataba del manifiesto que resumía el cine español de la posguerra.

Al menos, los promotores de estas conversaciones intentaban introducir una pequeña cuña para poder ofrecer un cine que se saliera del patrón típicamente franquista, y que tan acertadamente definieron las palabras antedichas.

Los resultados de este cine a contracorriente resultaron desiguales en calidad, tanto desde una perspectiva ética como puramente estética. Pero el afán por romper los estrechos márgenes que proponía el cine de la época era digno de elevado elogio.

Cincuenta años después el diagnóstico es igualmente cierto. Pura propaganda, en una gran parte de casos. En su día, a mayor gloria del general Franco. En la actualidad, a mayor goce  de otro caudillito, tan suicida como embalado hacia la nada: Rodríguez Triste nación de salvapatrias redentores, caudillos y mal cine. Echamos en falta auténticos francotiradores productores, directores, guionistas que rompan las cinchas que embridan a nuestro cine en el yugo de la corrección política.

Uno de los pocos oasis de la desértica producción cinematográfica española se encuentra en el cine documental. Sin ir más lejos, el año pasado nos dejó una excelente demostración de que el mejor cine que se realiza en la actualidad en España es de corte documental. Fue el caso de El infierno vasco, de Iñaki Arteta.

Dos mil cinco nos regaló, por ejemplo, Trece entre mil, del citado Iñaki Arteta. Se trata del conmovedor retrato de trece víctimas de los matarifes etarras. Buen documento a favor de la dignidad, la memoria y, sobre todo, la justicia. O El cielo gira, donde Mercedes Alvárez nos recuerda que el paso de la vida rural a la urbana no fue un acontecimiento extremadamente dichoso. No podemos olvidar La doble vida del faquir, de Elisabet Cabeza y Esteve Riambau o Veinte años no es nada, dirigida por el desaparecido Joaquín Jordá.

Si a eso le añadimos el recuerdo imborrable que nos dejaron dos clásicos indiscutibles, no sólo del cine documental (José Luis Guerín con En construcción, en 2001, y Joaquín Jordá con De niños, en 2003), es lógico que se puedan mantener incólumes las esperanzas con una próxima generación de nuevos documentalistas.

José Luis Panero

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