Confieso mis pecados: como lector soy un feroz destrozalibros. Lo siento pero nunca he sido capaz de abordar un volumen, especialmente si me interesa el contenido, en el que no haya subrayado, corcheteado y resaltado un par de líneas por páginas, hasta crear una especie de alfabeto de signos que gradúan la importancia de los destacados, según jerarquías. Luego releo lo resaltado a modo de resumen y, finalmente, cuando vuelvo a colocar la obra en la estantería, no hay cristiano que pueda releerlo sin hacer mala sangre. Familiares y amigos me apostrofan con este tipo de argumentos cada vez que presto un libro: prefiero ser yo quien decida qué es lo importante de un libro, muchas gracias. La rebelión ciudadana ha llegado a tal punto que prefiero poseer una biblioteca pintarrajeada y, si deseo promocionar un libro que me haya impactado, compro un segundo ejemplar.

 

Sí, es fea costumbre, queridos niños, un malsano hábito, pero, a mi edad provecta, muy difícil de extirpar.

Por eso me ha descolocado un amigo que acaba de regalarme las obras completas de Santa Teresa de Jesús, primorosamente encuadernados, con sabor a libro de lance, una joya, como diría nuestra futura reina, SAR doña Letizia Ortiz.

Ni tan siquiera un desalmado de las bibliotecas como se atrevería a mancillar la joya, con lo que quedé tan agradecido como corrido, pensando que la tentación de meter la pluma con mis glosas geométricas no podría ser ejecutada, sin graves remordimientos.

Y el reconcomio se intensificó cuando el pudor me impidió manchar el siguiente párrafo del editor. Ojo al dato:

"Modernamente, y con la peor intención, no han faltado españoles y extranjeros que han tratado de atribuir a enfermedad el origen de sus saludables y eminentes escritos y de sus maravillosos éxtasis".

Sólo quiero añadir que la edición data de 1881. Lo digo porque, al menos en dos ocasiones –una de lellas según un estudio de un afamado profesor –creador e investigador, que diría ZP- de la Universidad de Alcalá, los éxtasis místicos de Teresa de Cepeda, doctora de la Iglesia, no eran sino ataques epilépticos, que sufriera la pobre y que, como estaba un poco chiflada, confundía con uniones con Dios. Tan científica conclusión fue aplaudida de inmediato por toda la progresía, tanto de izquierda como de derechas, y tanto el diario El Mundo como el diario El País profirieron idénticas imbecilidades –utilizó el término porque está muy de moda- al respecto, prodigando sus loas al prestigioso científico de Alcalá quien, por fin, casi 500 años después, había dado con la clave del pretendido milagro.

Pues bien, al parecer, el sensacional invento del prócer de la ciencia alcalaíno no era novedoso: la cosa de la patología como explicación plausible, es decir, materialista, de los éxtasis de la doctora de la Iglesia, ya se habían producido antes de 1991. No se cuánto antes, pero, desde luego, la patraña es ya vieja de un siglo, y como todos los infundios, resucitados cada centuria... como las "últimas investigaciones científicas".

Ya se sabe que la progresía, bisnieta del naturalismo, siempre ha sentido una profunda irritación ante lo sobrenatural, y para reducirlo a lo natural ha necesitado mostrarse muy antinatural, es decir, absurda. Por lo general, se necesita menos fe para creer en un milagro que para creer en las explicaciones que lo reducen a hecho natural perfectamente explicable: éstas son mucho más alambicadas y delirantes que aquéllos. Entre otras cosas, porque una cosa es ser creyente, y otra bien distinta ser crédulo.

Eulogio López