Aclaremos de entrada una cosa: la actual crisis financiera, o de crédito, ya extendida hasta la economía real, no es global -aunque sea total-. Si algo define el actual vendaval es que está afectando a los países ricos, que no a los pobres. Naturalmente, en una economía donde los capitales -que no las personas- circulan libremente, es lógico que acabe afectando al Tercer Mundo pero, ¿por qué tarda tanto en llegarles la onda expansiva? Es un fenómeno novísimo.
La respuesta es muy sencilla y todos los poderosos, así como los informados, empezando por Alan Greenspan, la conocen. Se puede definir en una sola palabra: especulación. El siglo XX ha sido el siglo de la especulación porque ha sido el siglo de los mercados financieros en su totalidad, no sólo de las bolsas. Lo que ocurre es que esa especulación se ha encarnado en nuestra actividad profesional de tal forma que ya no la reconocemos: la tenemos demasiado cerca. Y aunque nos percatemos de ella, no sabemos cómo quitárnosla, supuesto que quisiéramos. El mundo está montado así, decimos, y nos introducimos en la grave patología de las sociedades modernas: el fatalismo.
Y cuando surgen las famosas ‘subprime' tardamos demasiado tiempo en hacernos la pregunta evidente: ¿Cómo puede una serie de créditos con garantía real, esto es, ejecutable, el préstamo más seguro de todos, provocar un cataclismo mundial que rebasa el ámbito financiero para arrasar la economía real, la inflación y el empleo?
La respuesta, naturalmente, es que el mal no procede de las hipotecas de alto riesgo, sino de todo el entramado especulativo de emisiones montado sobre esos títulos como referencia. No son las hipotecas basuras las culpables, sino las emisiones de bonos basura -y los créditos estructurados, y las titulizaciones, y...- aupados sobre esas ‘subprime'. Una burbuja igualita a la creada en la Holanda del siglo XVII con la referencia de los bulbos de tulipanes, que al menos era una ridiculez que se podía ver y tocar. Ahora hacemos las mismas necedades codiciosas pero con intangibles, con activos financieros. Hemos dejado el ahorro mundial en manos de una generación de jovencitos majaderos que compran un activo financiero y desconocen cuál es el soporte real del mismo, ese soporte que está allá, al fondo. Ignoran hasta a qué se dedica la empresa, la fábrica, el hotel, que sirve de cimiento a todo el castillo en el aire en el que invierten o en el que hacen invertir a los demás. ¿Economía apalancada? Yo prefiero llamarla especulativa. Cuando los directores financieros sustituyeron a los ingenieros de producción, comenzó el declive. En la sociedad industrial actual, unos pocos se dedican a hacer cosas, otros pocos se dedican a vender lo que hicieron los primeros, y una barahúnda de yupis majaderos -los más elegantes del corral- se dedican a inventar productos financieros -que si desaparecieran no pasaría absolutamente nada- y parasitizan a productores y comerciales. Cuando se pasan de la rosca, es decir, cuando la burbuja ya no soporta más gas, estalla y nos salpica a todos, pero menos a los financieros porque... el sistema financiero no puede quebrar y antes de que ocurra, todos paguemos las pérdidas a escote.
Hoy en día, en Occidente todo político quiere terminar su carrera pública como asesor de un banco o una casa de bolsa. Quizás por ello, se han inventado eso de que el sistema financiero es la columna de la economía, y que no puede quebrar a ningún precio. Se nos dice que el sistema financiero -no hablo del sistema bancario, que es una parte ínfima, y quizás la más noble, de los mercados financieros- es el canalizador del ahorro colectivo y el que tiene la mano del dinero. Esto es, que puede destrozar nuestros ahorros y hundir a las empresas que nos proporcionan trabajo (como está ocurriendo en España con las apalancadísimas inmobiliarias). Pero todo eso es falso. Lo que ocurre es que la clase dirigente ama la especulación de los mercados. No a los ahorradores, sino a los mercados, dominados por un grupo de intermediarios-especuladores: éste es el mundo que tenemos, ni más ni menos.
Repitamos la cifra clave: en Wall Street, el 99% del dinero que circula corresponde al mercado secundario, y menos del 1% al primario. La equiparación entre mercado secundario y especulación no se puede hacer al 100 por 100, ciertamente: sólo al 90%.
Por eso, ni los líderes de la UE, ni George Bush, ni Trichet, ni Bernanke, ni Strauss-Kahn y su mariachi, ofrecen otra cosa que malas noticias. Ni quieren ni pueden aplicar la terapia evidente para cualquiera cuya carrera no dependa de este océano de liquidez codicioso en el que se han convertido los mercados: utilizar la fiscalidad para discriminar entre inversión productiva e inversión especulativa. No me gustan los impuestos pero me parece que es la única forma (además, siempre puede modulase a la baja). Por otra parte, hay margen para el castigo fiscal a la especulación financiera: recordemos que, por ejemplo en España, el ahorro se grava al 18%, menos que el beneficio empresarial, poco más que el consumo y en línea con los gravámenes sobre la renta. ¿Es esto lógico?
Y mientras no se aborde esta situación seguiremos condenados a crisis cíclicas. Sólo que los ciclos, por mucho que les gusten a los economistas, tienden a convertirse en crisis permanentes. A ver si resulta que hemos llegado al final del camino. En ese caso, no hará falta tomar medidas: la burbuja estallará por sí misma y los mercados financieros con ella. Mantengámonos lo más lejos posible de la explosión.
Eulogio López
eulogio@hispanidad.com