Qué duda cabe de que, cuando esta edición de Hispanidad aún esté en la red, España se habrá coronado campeona de la Copa Davis tras una apretada victoria sobre Del Potro Navaldián y compañía. Es algo sobre lo que no merece la pena discutir.

Pero dicho esto procede aludir a la pésima imagen que entre los españoles tienen los argentinos, el pueblo más brillante que conozco. Como ellos dicen, no es culpa suya: son una mezcla de españoles e italianos -explosiva mezcla- y han heredado lo peor de ambos (ahora mismo no recuerdo nada de lo mejor pero es cuestión de hacer memoria).

Cuando el antiguo cacique rural argentino le compra la libreta de voto al campesino, éste le preguntaba a quién había votado, a lo que el señor, contrariado, respondía: ¿Es que no sabes que el voto es secreto?. Más tarde, cuando la democracia comenzó a tomarse en serio, el mismo cacique, que ya peinaba canas, explicaba así la teoría a sus antiguos aparceros ahora empleados:

-Antes teníais un día de corrupción y cuatro años de democracia, ahora os conformáis con una día de democracia y cuatro de corrupción. Y desde su endemoniada argumentación hasta tenía una pizca de razón.

He dicho muchas veces que el aforismo del Cid Campeador el del Buen vasallo si hubiere buen Señor debe aplicarse a los argentinos antes que a ningún otro pueblo.

El argentino es brillante, pero durante el último medio siglo ha elevado la corrupción a rutina política. El matrimonio Kirchner es la pareja de cleptómanos más peligrosa que haya cundido en político. Aún así, la corrupción austral es pecuniaria, pero no mental, como la española. Los argentinos sólo se venden por dinero, lo que es ocupante pero no preocupante. Antes o después, el latrocinio se descubre. Por contra, los españoles, mucho más honrados con el dinero público, es decir, con el dinero privado administrado por el Fisco, nos corrompemos ideológicamente. En plata, que somos unos sectarios. La corrupción argentina no lava el cerebro, la española sí. El porteño se vende por dinero, el español por resentimiento.

En España decimos que los argentinos no son sinceros. Yo creo que sí lo son, tanto o más que los españoles. Lo que ocurre es que no se engañan a sí mismos. Los políticos argentinos roban, ciertamente, más que los españoles, pero no se les ocurriría calificar su latrocinio como solidaridad.

Son ladrones, pero no gilipollas. Los españoles sí, porque la corrupción ideológica es muy sencilla: consiste en convertir el mal en bien y el bien en mal, bajo un mandamiento único: bueno es lo que yo hago, malo lo que hace mi adversario.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com