Un Parlamento que no ha sido elegido por más de la mitad de la población es un Parlamento con un cierto déficit democrático. En las elecciones del 13-J (algunos países votaron en días anteriores) sólo votó el 44,2% de los 350 millones de electores convocados, sobre una población de aproximadamente 450 millones de personas.
Y lo peor no es eso. Lo peor es que la evolución de ese desapego por las cosas de Europa va en aumento desde las primeras elecciones al Europarlamento. Así, en 1979 (primeras elecciones) la participación fue del 63%; cinco años más tarde, la cosa bajaba hasta el 61, mientras que en el año 89 se despeñaba hasta el 58,54. La línea descendía un quinquenio después hasta el 56,8, mientras que una Europa de los Quince, ya en 1999, sólo podía ofrecer una participación del 49,4, por debajo del temido 50%. En 2004, con nada menos que diez nuevos miembros, a los que se presupone la ilusión del novato, la cosa ha terminado en el 44,2%.
La verdad es que los ciudadanos son cada vez más concientes de que los que realmente mandan son los Consejos de Ministros, especialmente las reuniones de primeros ministros, que se celebran cada tres meses, como poco. En otras palabras, el poder europeo no está en manos de los ciudadanos, que votaron el pasado domingo, sino de los mandatarios que se reunirán en Dublín el próximo viernes 18.