Mientras en España los jueces, finalmente, admitían a trámite 3.000 denuncias contra la obrita del cuñadísimo-coñacísimo Íñigo Ramírez de Haro, el coñacísimo monólogo "Me cago en Dios", en Sri Lanka, en el Índico, junto a la punta de la península indostánica, según se mira el mapa, se vive un paso más en el proceso acelerado de Cristofobia que recorre los cinco continentes. Lo del cuñado de doña Esperanza Aguirre, presidenta de
Sí, porque lo que está en juego no es la libertad de expresión del cantamañanas de Ramírez de Haro, dispuesto a ser novia en la boda, niño en el bautizo y muerto en el entierro con tal de llamar la atención. Tampoco la libertad religiosa, aunque nos veamos obligados a utilizar esta denominación. No, lo que está en juego es el derecho a no ser injuriado por tus creencias. Ocurre que una cierta y generalizada inversión de principios, de conceptos y de términos, lleva a estos eufemismos, a estas curiosísimas suplantaciones argumentales.
Un ejemplo: un guarro acaba de ser detenido en un barrio-pueblo de los suburbios madrileños (Fuenlabrada) acusado de cuatro delitos contra la libertad sexual. Se dedicaba a hacer fotografías con su teléfono móvil a las chicas por debajo de la falda. Como no sería políticamente correcto acusarle de obscenidad (eso no figura en un Código Penal, señores, escaso en el siglo XXI), se invierten los términos (casi todo el derecho actual no es más que una inversión de términos) y se le acusa de atentar contra la libertad sexual de la víctima, que quiere decir: la víctima no le ha dado permiso para fotografiarle las partes pudendas. Si se lo hubiera dado sería otra cosa, porque la ley actual no juzga la moralidad de las cosas (así nos va), sino la conculcación de cualquier tipo de libertad. Sí, ustedes me recordarán que, en ese caso, la ley soluciona menos conflictos de los que crea, dado que nos pasamos todo el rato (un par de siglos, aproximadamente) discutiendo, y dado, asimismo, que nada esta bien o mal, dónde acaba la libertad de uno y dónde empieza la del otro. Dicho de otro modo: si la obscenidad no es algo malo en sí mismo, lo único que queda por dilucidar es si se impone la libertad de la chica a que no le fotografían la entrepierna o la libertad del guarrazo de Fuenlabrada a tomar instantáneas con entera libertad.
Sí, ya sé que si usted ve al maromo hacer tal cosa a una jai, no se le ocurre invocar la libertad sexual, sino que le arrea un guantazo sin esperar a instrucciones, sumarios, vistas, banquillos o togas, pero, recuerde, que el derecho actual está invertido, como la sociedad (bueno, no toda ella, pero vamos camino).
En cualquier caso, no estoy dispuesto a que me líen con quisicosas. Continuemos. Dado el absurdo esquema del actual derecho positivo (tan absurdo como la sociedad misma) para pararle los pies al pinchauvas del cuñadísimo, hay que recurrir a la libertad religiosa, y no podemos aducir ante un tribunal la verdad: que este tuercebotas nos está ofendiendo a todos los creyentes y que no tiene ningún derecho a ello. Todo es una farsa, pero, al parecer, una farsa necesaria. Es lo que nuestro preclaro presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, calificaría de talante. Hablar de libertad religiosa en lugar de derecho a no ser insultado por mis creencias, no deja de ser una rizadura de rizo, que complica el diálogo, confunde las posturas, multiplica las intervenciones y provoca un ligero mareo social. Ahí quería yo llegar: al mareo generalizado. ¡Con lo bonita que es la sencillez!
Y en la antigua Ceilán, ahora Sri Lanka, al otro lado del mundo, ocurre algo similar. El Gobierno (informa www.zenit.org) de esta nada despreciable isla, dado que cuenta con la mitad de la población española, unos 20 millones de habitantes, acaba de lanzar la ley anti-conversiones. Naturalmente, continuando con la misma inversión de términos de la libertad sexual de Fuenlabrada o la libertad religiosa del tuercebotas, no se trata de perseguir las conversiones forzosas, sino, precisamente, las conversiones libres, lo que la ley llama "no éticas", porque tientan al buen budista o al buen hinduista, con pérfidas promesas en nombre de Cristo. Y claro, eso no puede permitirse, nunca jamás. Naturalmente, no se trata de conversiones al Islam (el gran enemigo del fundamentalismo hindú), sino de conversiones al Cristianismo, naturalmente. En el fondo, Sri Lanka no hace otra cosa que recoger la vieja tradición de sus vecinos, y sin embargo enemigos, los musulmanes: todo fiel de Alá que se convierte al Cristianismo es penado con la muerte.
Inversión de términos y Cristofobia: Estamos en el siglo XXI.
Eulogio López