Cuando el avión va a aterrizar en el aeropuerto de Dublín, proveniente del extranjero, también de la Unión Europea, el megáfono advierte: "Si usted ha manipulado aves de corral contacte con el personal del Ministerio de Agricultura irlandés".
Esto antes no pasaba, y menos en Irlanda, pero la globalización impone sus normas, y ahora resulta que lo más preocupante no es que un extranjero vaya a poner una bomba en el Castillo de Dublín, sino que haya tocado a un pollo en Albadalejo. El hombre tranquilo de John Ford no podía contar con la gripe aviar, no entraba en sus esquemas mentales ni la globalización de la pandemia ni la mundialización de la histeria, sin duda mucho más peligrosa. En su tiempo, las gallinas ponían huevos sin certificado sanitario y los irlandeses, mal que bien, han sobrevivido durante siglos con huevos no normalizados aunque bastante normales. No es mal escenario, el irlandés, para contemplar cómo afecta la globalización a una isla, arquetipo de la historia rural.
Porque Irlanda, ante todo, es rural. Cuando se urbaniza, fracasa, porque atenta contra su esencia. Dublín es a Londres lo que el Islam al Cristianismo: una caricatura que en el mejor de los casos puede resultar curiosa, pero sólo eso. Un detalle: hasta que los ingleses, allá por el siglo XI, comenzaron a fastidiar a los irlandeses, en la isla verde no había asentamientos. Ni pueblos, ni ciudades, sino castellanos, hombres solitarios que se relacionaban con otros clanes sólo lo necesario para subsistir. Y hasta bien entrada la edad moderna, no puede hablarse de ciudades. Las tribus primitivas y los celtas que se asentaron más tarde, todos los irlandeses a los que evangelizó San Patricio, no se juntaban ni para trabajar ni para defenderse. Como hoy, la tendencia era a construir su cabaña y cultivar su tierra, para lo que no se necesita otra compañía que la de la familia directa e indirecta.
Determinadas mentalidades modernas se imaginan la Irlanda antigua poblada por obispos. Pues bien, si algo caracteriza a la sociedad y a la Iglesia irlandesas primitivas es que no tenían obispos. Y es que los obispados están ligados a la existencia de ciudades. Tenía monasterios, y durante siglos, más que de cenobios, hay que hablar de ermitaños que compartían determinados actos litúrgicos, especialmente la eucaristía. Es más, los monjes irlandeses, los primeros occidentales en llegar a América, no hablaban de vida en común ni de crear abadías. Lo cuyo era el peregrinaje constante, evangelizando el planeta, porque su casa era el Cielo y no estaban dispuestos a atarse a lugar alguno en la Tierra. Si Irlanda hubiera impuesto su personalidad, la vida urbana no existiría.
Y con toda esta monserga lo que quiero decirles es que la Irlanda bonita es la rural. Dublín no da mucho de sí, pero en cuanto uno se aleja de la capital empieza a degustar el desierto verde.
Ahora bien, durante los últimos 20 años Irlanda ha sufrido un terrible maremoto, un duro aldabonazo en sus meninges: ahora los irlandeses se han hecho ricos. El país proporcionalmente más beneficiado por los fondos europeos ha multiplicado su renta per capita y, lo que es más importante, ha modificado su estilo de vida. El salario mínimo ronda los 1.200 euros, muy similar al francés, mientras en España andamos por los 570. Y, pura casualidad, se han disparado los embarazos adolescentes.
Como el que tuvo, retuvo, al mismo tiempo los feligreses continúan recibiendo al sacerdote de rodillas, permanecen de rodillas durante toda la plegaria eucarística, prefacio incluido, y despiden al sacerdote de rodillas. Y no existe una parroquia donde no se organicen actividades que inciden en la devoción a la Divina Misericordia, esa novedad que la polaca Santa Faustina Kowalska introdujo en la Iglesia del siglo XX, con gran éxito de público, que no de crítica. Y oiga: cuando la Divina Misericordia, el abandono en las manos de Dios, funciona, es que todo lo demás funciona.
Pero hay algo que me preocupa. La urbanización de Irlanda está haciendo que los irlandeses cometen uno de los mayores atentados contra su esencia cristiana: comer fuera de casa. Y lo que es peor: cenar también fuera. Los "take away" causan furor, pero sin una buena cocina casera no hay manera de cristianizar los corazones. Chesterton decía que en la Francia rural se encontró con una plaza que resumía la civilización cristiana: tenía una pequeña iglesia, una pequeña escuela y una taberna de medianas proporciones. Se olvidó de la cocina casera. No importa que se beba fuera del hogar, e incluso dentro de él, pero hay que comer, y en especial, cenar en casa. ¿Qué sería de la familia sin la sobremesa?
El sábado 17 se celebra la festividad de San Patricio, creador de la Irlanda cristiana, de ese cristianismo rural tan crudo como leal. Es muy probable que los casos de intoxicación etílica se disparen durante el fin de semana, pero recuerden el viejo dicho de la anciana tata irlandesa: "¿Qué el párroco bebe? De acuerdo, pero es que si no bebiera ya sería obispo".
La Unión Europea está asentada sobre un triángulo rectángulo cuyos vértices son Irlanda, Polonia y España. El último vértice anda un poco flojo de remos, porque desde el muy democrático Régimen de la II República los católicos nos han sufrido persecución. Ahora, ante las arremetidas de ZP, de corte gramsciano, es decir, no con la navaja, sino con la blasfemia, un método mucho más peligroso que la quema de conventos de 1931-36, la conciencia católica comienza a despertar, aunque se trate de un despertar paulatino (llevo toda la semana escuchando a banqueros y ejecutivos agnósticos bramar contra la estúpida blasfemia extremeña).
Irlanda ya no sufre la persecución británico-anglicana, y su acelerado proceso de urbanización, los "take away", ha ralentizado el pulso católico, pero insisto: los celtas sigue recibiendo al sacerdote de rodillas en la Santa Misa, permanecen de rodillas todo el canon y le despiden de rodillas. Un pueblo con esas rodillas y esos redaños puede conquistar el mundo
Polonia ha sido el catolicismo más perseguido durante el siglo XX. Los polacos son una ejemplo vivo de lealtad a Cristo, frente a nazis y frente a comunistas. Hoy mismo he escuchado a la cada día más centro-reformista, es decir, cada día más insufrible, canciller Ángela Merkel, advertir –amenazar- a Polonia sobre los riesgos de contribuir a la división de la Unión Europea. Y es que los polacos son europeístas pero no eurotraidores. Son partidarios de la Unión de Europa, pero no bajo la bandera del llamado Tratado Constitucional… porque ese tratado es la negación de Europa. Está bien la unidad, pero no alrededor de la necedad.
Irlanda-Polonia-España: el triángulo de San Patricio.
Eulogio López