En Oviedo, sobre el coqueto parque de San Francisco, se alza una estatua de una mujer que corta el viento, dinámica, estilizada. Es el monumento a la madre del emigrante. En mi Asturias natal somos bastante mal hablados y peor pensados, por lo que los motes y remoquetes sobre la decencia de la buena señora se sucedieron desde el mismo día de su inauguración con muy poco respeto. Los comentarios no llegan al nivel de los irlandeses, que al ver florecer en una de sus arterias principales (O'Connell Street, si no me falla la memoria) una enorme estatua de mujer reclinada, de aire cubista y poco afín al conjunto que le rodeaba, tuvieron a bien bautizarle de esta guisa: "La puta en su jacuzzi". Mis paisanos no llegan a tanto, pero casi.

 

Pues bien, tras conocer a una persona noble, de cabeza y corazón, que no de cuna, el pasado fin de semana, he creído dar con la explicación de la animadversión asturiana a la denostada madre del emigrante: es un poco pelma. Porque este nobilísimo emigrante al que me refiero no abandonó su Asturias natal porque fuera muy pío. Más bien al contrario. Se marchó a Suiza en los años sesenta con el inconfesable propósito de huir de su madre, "que era de misa de ocho diaria", y con eso está dicho todo. Hablamos de los primeros años sesenta, cuando ya se percibían los primeros asomos de crisis en la Iglesia.

 

Esto de "crisis en la Iglesia" es expresión asaz equívoca, porque lo cierto es que en los sesenta y setenta… y ochenta y noventa, no ha habido crisis eclesial, sino clerical. En definitiva, los que atravesaron, y aún atraviesan una crisis muy profunda son los curas, no la Iglesia. La historia del Cristianismo reciente (pongamos el último medio siglo) es la historia del padre Spike, aquel clérigo de ficción que comenzó aguando la fe para hacerla tragadera a una audiencia supuestamente incrédula y acabó por escandalizar a esa audiencia… por su propia falta de fe.

 

Así que nuestro buen emigrante se marchó a Suiza. Un día decidió confesarse, señal de que las admoniciones maternas, aunque bien justificaban una huída en busca de espacios abiertos, no habían caído en saco roto: buena cepa no se desmiente. Entró en una iglesia católica de Ginebra, se dirigió el confesionario y comenzó a vaciar el costal.

 

Cuál sería su sorpresa de cristiano viejo, y poco practicante, cuando el mosén le echa la primera bronca en tierras suizas: que si el pecado mortal no existe, es más, que qué tontería es esa de pecado mortal. Hay pecados más graves y menos graves (esto revela el pensamiento profundo, afinadamente silogístico, de la clerecía progre) y que, mire usted, que en el fondo no es para tanto. Lo que importa es el amor al otro, y menos hacer hincapié en el complejo de culpa, tan lacerante para una mentalidad abierta, tolerante, europea, progresista. Vamos, que nuestro buen emigrante quedóse más confuso que Zapatero en Bagdad.

 

Ni que decir tiene que todos los discursos plúmbeos de su señora madre, la madre del emigrante, resultaban mucho más coherentes y que, después de todo, el emigrante comprendió que su madre podría ser muy pesada, sí, pero que, a la postre, lo que no es tradición es plagio (y esto es un plagio de Eugenio D'Ors, que conste) y que la teología más profunda radicaba en las sencillas enseñanzas de su progenitora y no en la teología post-conciliar o algo parecido. Teología, que, además, resultaba mucho más enrevesada que las oraciones y consejos de su madre.

 

Naturalmente, la actitud de aquel buen cura (hablamos de los primeros años sesenta, cuando el cúmulo de estupideces clericales aún estaban en mantillas), y no el rigorismo de su, como creo haber dicho antes, pesada madre, fue lo que le alejó de la práctica religiosa habitual.

 

Por aquel entonces, en Suiza, las modalidades protestantes eran las dominantes. Lo siguen siendo, pero sólo desde el punto de vista pecuniario. Las iglesias protestantes (evangelistas, calvinistas, etc) abren una vez por semana, para la comida de fraternidad de los domingos… en el mejor de los casos. Otra cosa que nuestro liberal emigrante no comprendía, porque, para él, los templos vienen a ser hospitales del alma, y los hospitales no cierran.

 

Las iglesias católicas helvéticas abrían y abren mucho más tiempo sus puertas, aunque no tanto como en España, Italia o Francia. Pero, cuando abren, emplean el estilo "Spike": no seas reaccionario miserable beato de mierda, ama a Dios pero sin pasarse, que todo extremo es nocivo. Y, entonces, nuestro emigrante, insisto, todo un liberal y poco practicante, empezó a comprender de qué iba esto. Por ejemplo, le llamó la atención que en los templos católicos ni se mencionaba la palabra "ideal". Hasta el mismo nombre de Dios había sido sustituido por "el otro". Es sabido que toda crisis eclesial adopta la siguiente alternativa: o se utiliza prójimo, el otro, para oscurecer el nombre de Dios, o bien se utiliza el nombre de Dios para ocultar el necesario amor al próximo. Y, al mismo tiempo, es sabido que la historia de las herejías no es más que un ‘revival' de la eterna encrucijada: o espiritualismo o materialismo. En el siglo XXI, estamos pasando del exceso de materialismo al exceso de espiritualismo, igual de nocivo que aquel y, probablemente, un poco más cursi. Verbigracia: los curas ya no hablan de moral, sino de psicología, pero los progres se llenan la boca con moralidad, obscenidad y demás criterios éticos y deontológicos. 

 

Así que considero que lo mejor es volver a los consejos, oraciones y creencias de la madre del emigrante. No lo duden, resultan mucho más reconfortantes.

 

Por cierto, en referencia al monólogo teatral del señor cuñado de la señora presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid, experto en blasfemias, mi amigo el emigrante dice que los suizos no permitirían jamás una representación con ese título. Es más, me cuenta un hecho de patente actualidad. Una cadena de supermercados suiza comenzó a vender un papel higiénico con un adorno, no publicidad, que conste, consistente en los signos del zodiaco. Sin embargo, una de las grafías estaba impresa de tal modo que, al trasluz (los finos papeles higiénicos suelen ser transparentes y suaves), podía confundirse, al menos como ideograma, con el nombre de Alá, tal y como se escribe en árabe. Lo cierto es que un musulmán creyó ver en ello una sutil ofensa de la microempresa suiza y que los grandes almacenes querían decir que para eso sirve el dios de los musulmanes. En un principio la empresa redefendió advirtiendo que se trataba de los signos del zodiaco, pero sus argumentos fueron considerados débiles, por lo que han acabado cediendo. Y esto en Suiza, donde el número de musulmanes se circunscribe al cuerpo diplomático allí acreditado y poco más.

 

En cualquier caso, mi amigo el emigrante me dice que una injuria como la de "Me cago en Dios" del Círculo de Bellas Artes no se permitiría en Suiza. No porque les importe mucho Dios, sino porque saben que todo su sistema de delicado respeto al pensamiento, las convicciones o la religión del otro se vendría abajo si se permitiera tamaña canallada.

 

O sea, como en la católica España. Claro que aquí es diferente: aquí se puede blasfemar a gusto porque los cristianos sólo somos mayoría.

 

Eulogio López