El director general de Caixa Catalunya, Adolf Todó, lo explicaba días atrás con la claridad expositiva propia del profe que es. Solución para la crisis: productividad.

La productividad es uno de esos conceptos siempre invocados y nunca explicados y lo bueno de Todó es que sí lo explica y, encima, se le entiende todo. Su conclusión es que para salir la crisis sólo hay dos vías, que vienen a ser la misma: o trabajamos más por el mismo sueldo o trabajamos lo mismo por menos sueldo.

Es una ley económica muy molesta, esta de la competitividad, pero aún lo es más la consecuencia su no observancia: el apalancamiento. Y resulta que España es un país que vive apalancado: le debe a todo el mundo.

Veamos, importamos más de lo que exportamos y nuestra balanza comercial, gracias al insigne demagogo ZP, al que de los españoles sólo importa su voto -por lo que mantiene una voracidad fiscal sin límites al tiempo que le encanta repartir subvenciones- nada se ha hecho por aumentar la productividad, aunque sí los subsidios.

Como no podemos devaluar la peseta, porque ya no hay pesetas y vivimos en Eurolandia, una balanza deficitaria significa que creamos puestos de trabajo fuera mientras mantenemos el primer puesto en desempleo en toda Europa.

Para importar, claro, nos endeudamos hasta la náusea. Los bancos españoles, aunque más solventes que sus colegas europeo, están endeudados, lo mismo que sus clientes. De continuo reclamamos dinero foráneo, y ahora resulta que ese dinero no quiere venir.

Dicho de otra forma: los españoles estamos viviendo por encima de nuestras posibilidades y la fórmula mágica para salir del atolladero es la misma de siempre en este tipo de patologías: trabajar más por el mismo salario o cobrar menos por las mismas horas de trabajo.

Naturalmente, ese esfuerzo, que ningún político se atreve a pedir, debe ampliarse a las rentas empresariales y, sobre todo, a las a menudo parásitas rentas financieras.

Pero la ley de la productividad aparente, es decir, de la eficiencia, esto es, de lo que habla el mundo en tiempos de crisis, me temo que no termine de quedar claro de lo que estamos hablando. Existe una angustia vital, que no es producto de la crisis económica, sino de la crisis moral, pero la económica aporta su granito de arena a la amargura generalizada.

Clive Lewis, que no era economista, lo explica así de bien -seguramente porque no era economista- en El Regreso del Peregrino, una historia fantástica en la que el PIB, el IPC y la EPA le importan un pimiento. El sabio que pronuncia estas palabras se dirige a una sociedad fantástica que haría las delicias del presidente del Gobierno español, Rodríguez Zapatero, o de cualquier otro progre de las miradas que aparecen cada día en TV: Ocurre con todas las máquinas. Sus aparatos para ahorrarse trabajo multiplican la mediocridad: sus afrodisíacos les vuelven impotentes, sus divertimentos les aburren, su rápida producción de alimentos deja a la mitad de ellos famélicos y sus sistemas para ahorrar tiempo han apartado la diversión de su tierra.

No, no hablo de dos fenómenos distintos, sino del mismo. A la baja competitividad le llamamos eficiencia y a la histeria productividad. Lewis era un catedrático de literatura pero debieron nombrarle canciller del Exchequer.

Por mi profesión me toca leer muchas obras de economía así como mucha prensa especializada, pero sólo he comprendido lo que nos ocurre, el mito del progreso aparente leyendo el Regreso del Peregrino.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com