Empecemos por el final: el Gran Golpe consiste en llevar a la Iglesia ante la neonata Corte Penal Internacional bajo la acusación de homofobia. De hecho, toda la arquitectura de los derechos humanos, realizada por las cabezas desquiciadas de Naciones Unidas, camina en la misma dirección en dos puntales básicos, vida y familia. Así: hemos pasado del aborto libre al aborto gratuito, y de este se pretende pasar al aborto obligatorio. No es broma. Cuando se discutía la redacción del Estatuto de Roma (firmado en julio de 1998), creador de la Corte Penal Internacional, la progresía internacional intentaba introducir una cláusula según la cual las cumbres de la ONU siempre plantean la misma cuestión: los derechos reproductivos. Y si hay alguien que prohíba esos derechos, entonces está atentando contra los derechos humanos. Lo que pretendía el lobby feminista de Naciones Unidas, apoyado por distintos países soberanos, por ejemplo, Alemania, era que se pudiera juzgar y condenar a aquellos países que no admitieran los derechos reproductivos, por ejemplo, el derecho al aborto.
Ahora estamos repitiendo la misma historia con la homosexualidad. Hemos pasado de la despenalización de la homosexualidad (en este caso tal paso no era necesario, porque en casi todo el mundo lo que ha existido es una reprobación social, no penal), a la equiparación de las parejas gays con el matrimonio y, ahora, a la homosexualidad obligatoria. Aquel que no apoye, promocione y aplauda las parejas gays es un homófobo y puede ser perseguido, no por la sociedad, sino también por la policía y los tribunales, por el Estado.
O sea, lo que mi abuela diría: el mundo al revés.
Lean si no el magnífico artículo del periodista Pablo Ginés publicado en La Razón (http://www.larazon.es/noticias/noti_rel08.htm) el miércoles 15. Ahí se hace un compendio de sacerdotes y laicos condenados por condenar, no a los homosexuales, sino la homosexualidad, un nuevo delito penado con multas, condenas sociales y periodísticas y cárcel. Así, el pastor pentecostal sueco Ake Green ha sido condenado a un mes de cárcel por calificar la homosexualidad como "un horrible tumor canceroso en el cuerpo de la sociedad". Yo lo firmo y rubrico. Es más, la homosexualidad generalizada terminaría con la humanidad con más rapidez que cualquier pandemia.
Otrosí: En Francia, ya han dictado una ley que castiga a quienes osen hacer chascarrillos con la homosexualidad. Y ya en nuestro país el presidente de la plataforma gay del PP, el señor Biendicho, denunció ante los tribunales al cardenal de Madrid, Rouco Varela, porque en uno de sus sermones pronunciados en la Almudena, definió el matrimonio como la unión de un hombre y una mujer. Y si esto se atreve a hacer el señor Biendicho, ¿qué no se atreverá a hacer el concejal socialista del PSOE, Pedro Zerolo, el estandarte de Zapatero en materia de familia?
Esto ocurre en los grandes foros internacionales y en los tribunales. Pero, en lo que podríamos llamar la vida práctica el asunto es muy similar. Recientemente hablaba con el director financiero de una multinacional que, como gesto políticamente correcto, acaba de homologar los derechos laborales de sus trabajadores homosexuales. Si omito el nombre es para no poner en berlina al interesado, quien, tras defender la homologación de derechos, acabó reconociendo la repugnancia que le producía la mera imaginación de lo que es, simplemente eso, una actividad homosexual. En definitiva, que se mantiene el doble lenguaje: promoción pública de la homosexualidad a pesar de la repugnancia instintiva que producen las prácticas homosexuales o un mero desfile del orgullo gay a todo aquel que no tenga, no sé si buena conciencia o simplemente buen estómago.
Al final, los únicos que respetan a los homosexuales son los que condenan la homosexualidad. El resto, defiende la homosexualidad pero prefiere que se mantenga a distancia.
Más detalles de hipocresía progresista: en estos momentos, en el seno del Gobierno Zapatero (donde abundan los gays y las lesbianas) se está dando un tira y afloja. Un alto cargo de la Administración, al que todos reconocen como homosexual, se empeña en dar el cante, en salir del armario y ser el primero en utilizar el matrimonio que les prepara su jefe de filas, el gran progresista Rodríguez Zapatero. En el Partido los hay que aplauden, pero los hay que consideran muy peligrosa la decisión. Porque una cosa es tener a Zerolo y otros militantes gays en la Secretaría de Movimientos Sociales del Partido y otras tontunas, y otra muy distinta, que sectores como el económico o el diplomático acepten este tipo de puestas en escena.
En resumen, tanto en la escena internacional como en la letra menuda de la sociedad, se prepara otro ataque frontal contra la Iglesia: el gran golpe, que podría tomar por excusa la homofobia. A fin de cuentas, con lo que sueñan todos los enemigos de la Iglesia es con tomar el control de la Iglesia, alto y arriba, mediante una conjunción de fuerzas: internas y externas. Las internas tratarían de acomodar la vetusta doctrina a los tiempos modernos, oh sí. Las fuerzas externas, simplemente tomarán al asalto la ciudad de Dios en nombre de los nuevos derechos humanos, ahora rebautizados como derechos civiles.
Y también esto tiene su enjundia, por cuanto el lobby rosa y sus aliados, como ocurre en otras muchas cuestiones, no aceptan su inmoralidad. Reniegan de una serie de valores pero sólo para poner desvalores. No amorales, sino inmorales, por eso presentan su propia moral como alternativa. Todavía no se ha lanzado una condena genérica contra la heterosexualidad, porque eso les restaría apoyos, pero todo llegará. Por ahora estamos en la homofobia.
Y este golpe contra la Iglesia podría precipitar muchas cosas. En la tesitura en que nos encontramos, recuerden que el fin último de la historia no es la libertad, que es grandiosa, pero no deja de ser un medio. No, el verdadero fin de la historia es que el hombre sea verdaderamente hombre, es decir, santo. Pasión por la libertad, no; pasión por la justicia, por la santidad, pasión por volver a Dios. Y los santos son dos cosas: o mártires o confesores. Por eso, en el siglo XXI, la confesionalidad nos va a llegar, voluntariamente o martirialmente. Yo casi prefiero la primera opción.
Eulogio López