Juan Manuel de Prada es un tipo que ha vendido su alma a Dios, quizás porque el padre Eterno es de fiar, y no como el tontainas de Fausto que se la vendió al diablo, un personaje que siempre disfraza la verdad de rigor, la justicia de ley y la caridad de humanitarismo, con lo que te engaña de continuo y, encima, se las da de justo.

A cambio, la parte contratante dotó a Prada con el don del entendimiento, porque los negocios con Dios son de esta guisa. Así que don Juan Manuel estaba predestinado a hacer lo que hace, a 'realizarse' como paladín de Cristo, lo que conlleva muchas satisfacciones y alguna espina clavada en la zona de los ijares.

Obtuvo el éxito literario a los 26 años y se podía haber quedado donde habitan los grandes creadores, en el Parnaso de propiedad mediática, tierras de pensamiento débil y carácter 'snob', es decir, sin nobleza, donde se aplaude toda premisa y se prohíbe toda conclusión.

Es decir, que si De Prada se hubiera conformado con ganar un premio literario cada dos años se habría ahorrado juicios de los otros y prejuicios de los suyos. Pero no: cumplió la cláusulas del contrato firmado y se empeñó en decir cosas tales como que sin dogma no hay pensamiento o que el aborto es un crimen de lo más cobardón. Y así, se lo aseguro, no hay quien haga carrera artística.

Se metió a articulista, que es el escenario de la batalla cultural del momento. Y ahora, le ha llegado a la hora de la recopilación. Bajo el título de La Nueva Tiranía, la editorial Libros libres, la misma que reprodujo su estupenda selección de Leonardo Castellani: Cómo sobrevivir intelectualmente al siglo XXI, ha recogido sus piezas sueltas, porque sería una pena que sólo sobrevivieran, con permiso de Google, en las hemerotecas. (Por cierto no se pierdan el Credo del Incrédulo, de Castellani -página 197- que no provoca la sonrisa, sino la carcajada).

El artículo es el ensayo de hoy, es decir, el género más profundo, el más filosófico, de la misma forma que el teatro actual son las series de televisión -¡Qué horror!-. Pero escribir la historia, en especial la historia del pensamiento, en tiempo real no está al alcance de cualquiera. Los buenos artículos se distinguen de los malos en que logran sobrevivir a los achaques del tiempo, quizás porque les preocupa más contar y analizar lo que está pasando que contra lo que ha ocurrido. De Prada tiene un gran pluma, pero lo importante es que la utiliza para transmitir ideas y, sobre todo, convicciones.

Ideas como la de que la Iglesia o debe ser ella única institución carente de libertad de expresión, que vivimos tiempos de persecución, por el momento persecución educada, pero los tiempos y los progres ya se sienten lo suficientemente como para pasar al siguiente nivel, o sea, la nueva tiranía. Leía yo a Prada justo cuando nuestra inefable ministra de Igualdad, Bibiana Aído, nos sorprendía con el novedoso aforismo de que la Iglesia puede decir lo que es pecado, pero no lo que es delito. Un gran aforismo, porque, en efecto, el Estado debe decir lo que es delito, pero no lo que es pecado. Pues eso.

Los artículos de Juan Manuel cabrean, porque es uno de los pocos intelectuales que juegan en campo contrario. Recuerden que con el siglo XXI estamos llegando al final de la etapa relativista -aún en el mundo de la filosofía- y estamos entrando en el ciclo final, en la Cristofobia. Hasta ahora, había dos tipos de personas: las que creían en algo y la que no creían en nada. Para aludir a ésta últimas, De Prada echa mano -y es buena mano- de Clive Lewis en su mejor y más breve obra, aunque no la más conocida: la abolición del hombre. Pero aquel terco irlandés británico escribía su pequeña joya en la década de los años cincuenta. Entonces los modernistas todavía se empeñaban en demostrar que nada es verdad ni nada es mentira y el anticlericalismo era una excrecencia lógica de su duda y su amargura, e incluso tenían la virtud de la sinceridad: se dedicaban a incendiar iglesias, arriesgándose a la reprobación del sentido común y revolver estómagos antes que a remover conciencias.

Pero en el siglo XXI hemos cambiado todo eso: ahora es puro odio a Cristo y a sus paladines. Por eso no soportan a De Prada.

Se lo contaré de otro modo: al mundo no le importa que un escritor reconocido -o cualquier otra persona- crea en Cristo, sino que ame a Cristo. Eso es lo que realmente fastidia de los católicos: que crean en Jesús de Nazaret es una anécdota, que el amen ya resulta más molesto y si encima no tienen el recato necesario para hablar con Él y de Él sólo en la más estricta intimidad entonces empieza a resultar una inadmisible provocación. Recuerden el salmo: sólo verlo da grima.

Hay una segunda razón por la que Prada produce grima. Es lo que Juan Pablo II llamaba el martirio del siglo XX: la coherencia. Cuando sigues los artículos de De Prada depositados en el ABC y El Semanal pierdes la visión, la concepción, del conjunto. Cuando se reúnen en un volumen puedes juzgar si las piezas del rompecabezas encajan y forman un todo. Y esta es su gracia: que sí que encajan. Para que funcionen, libros y hombres sólo necesitan eso: coherencia. No es la documentación lo que nos otorga la certeza sobre una tesis o sobre un personaje, sino su lógica, su coherencia interna. Jaime Campmany aseguraba vivir atado a la columna, De Prada vive atado a sus convicciones, que fluyen a lo largo de los asuntos más diversos: amor, verdad, trascendencia, libertad pero, a la postre, hace, como decía santa Teresa, libro vivo. No nos está contando cosas: nos cuenta su vida, su amor a Dios. Y esto cuando glosa el derecho a la vida o cuando se extiende sobre la crisis económica. Es lo que bueno que tiene hablar con Dios. Que nada humano le es ajeno.

Cristo cuenta hoy con pocos amigos en la vida pública. Uno de ellos es De Prada. Es una especie de espía del Reino a quien el mundo reconoció el talento antes de conocer su móvil. Y claro, ahora, como no pueden decir que es tonto, el mundo tiene que soportarle. Y no lo lleva nada bien.

Pueden leerlo la Nueva Tiranía. Algunas piezas le sorprenderán, otros la asombrarán pero ninguna le dejará indiferente. Que es, mismamente, lo que ocurre con el Evangelio.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com