Con el Domingo de Resurrección finalizó la Semana Santa, tan hondamente arraigada en el pueblo cristiano. Dice el refrán: Tres días hay en el año que brillan más que el Sol: Jueves Santo, Corpus Cristi y Día de la Ascensión.
El día principal no es ni el Jueves ni el Viernes Santo, sino el Domingo de Gloria o de Resurrección, que no es celebración de un solo día, sino que se prologa en la Octava de Pascua y continúa en el Tiempo Pascual, pues se celebra la victoria de Jesús sobre la muerte, preludio de la nuestra.
Una monjita anciana gritaba muy feliz: ¡Soy eterna! La muerte no es sino una especie de pesadilla que deja de serlo para quienes creen en Cristo. Él, con su cruz y su muerte, nos mereció el Paraíso. La muerte no tiene la última palabra, pues no es el final del camino, como se canta en muchos funerales. En tiempo de Pascua entonamos: La muerte, ¿donde está la muerte? ¿dónde está mi muerte? ¿Dónde su victoria? Resucitó. Aleluya. Si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe y nosotros los más desgraciados de los hombres; pero Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicia de los que duermen (1 Co, 14, 15, 20).