(Lc 2, 41-52)

Esta historia está dedicada a los padres, a todos los padres del mundo. Os conviene escucharla, particularmente a los hombres del siglo XXI, donde la figura del padre anda un poco devaluada. La figura de la madre, por contra, no está devaluada: sólo su práctica.

Unos 100 kilómetros hay que recorrer desde Nazaret a Jerusalén, pero los caminos de la época rodeaban, no horadaban, los montes, así que el recorrido real se aproximaba a los 150 kilómetros.

A los 12 años, comenzaba, para todo hebreo, la recomendación del viaje anual al Templo de Jerusalén. Al menos, todas las familias judías obedientes a la Ley de Moisés se daban la caminata. José, tras la huída a Egipto, había elegido el lugar más alejado de la capital y más alejado de los sucesores de Herodes el Grande: la Galilea dependía de la provincia romana de Siria al tiempo de los herodianos de Judea, y depender de dos mandos es la mejor manera de no depender de ninguno. Además, ¿A quién le interesaba aquella Galilea de palurdos perdida en el Norte? Sólo era territorio de paso hacia el mar.

Aquel año, en casa de José, el artesano de Nazaret, el viaje todavía no era una decisión firme. A fin de cuentas, no pasaba nada si Jesús realizaba su primer viaje con un poco más de edad. El levita de la sinagoga lo hubiera comprendido y apoyado.

-¿Qué hacemos, José? –dijo mi Señora Miriam-: ¿Viajamos a Jerusalén o no?

-Eso, qué hacemos, Abba –inquirió el adolescente Jesús que, por aquel entonces, contaba los doce años pelados-.

-Vosotros diréis –repuso el aludido, como si no fuera con él.

-No, no –aseguraron, al alimón, madre e hijo- tú eres quien decide.

Luego, como hablar tres al mismo tiempo no es bueno para entenderse, ni tan siquiera para oírse, la madre explicó:

-Tú eres el jefe de esta familia: tú mandas.

-Tú mandas, Abba -ratificó el Hijo, entusiasmado.

-Entonces –aseguró José con aquella voz grave tan conocida en Nazaret, señalando con el dedo índice, ora a mi Señora Miriam, ora a su hijo- os ordeno, sí, os ordeno, que me digáis, aquí y ahora, qué debo ordenaros hacer. 

-Obedezco, padre –señaló un circunspecto hijo-: creo que deberías ordenarnos viajar a Jerusalén, aunque nos gastemos en la caravana todos nuestros ahorros del invierno.

-Pues entonces -observó José con voz firme-, os ordeno que preparéis el viaje. Y no toleraré dilaciones ni excusas.

Naturalmente, mi Señora Miriam protestó por las pocas horas que le dejaban para ir a buscar alimentos y preparar la ropa necesaria, aunque 'sin dilaciones' no expresara lapso alguno. Padre e hijo se solazaron con el papel de ama de casa quejosa, tan bien interpretado. Y cuando todo estuvo preparado, y una vez acordados con otros peregrinos del pueblo el cómo y el cuándo, sin la menor dilación, partieron.

Desde Nazaret a Caná, e incluso hasta Tiberíades, no había problemas de seguridad. Aquellos olvidados caminos de aldea no eran frecuentados ni por los bandoleros amigos de lo ajeno, mucho menos por los cazadores de esclavos, los terroristas de la época, que luego vendían a sus víctimas, expoliadas de su dignidad, en Egipto o, según se rumoreaba, en los barcos que partían de Cesarea hacia Roma. Los nazarenos, un grupo de algo más de 20 personas, caminaban tranquilos hacia el Lago de Galilea.

Al sur de Tiberíades, se unieron a la gran caravana, procedente de la Decápolis, porque, a partir de entonces, sí convenía ir unidos. Los bandidos se lo pensaban dos veces antes de enfrentarse a grandes caravanas, capaces de hacerles frente.

Llegados a la zona de seguridad, en las proximidades de la capital, ya podían separarse, por grupos: el de las mujeres, el de los hombres… y el de los niños, que iban con quien querían.

Por fin, llegaron a la capital de Israel. El paisaje amurallado resultaba impresionante, lo nunca visto por Jesús. Desde la columna de la Puerta de Damasco ya se contemplaba la altiplanicie del Templo, objeto de su peregrinación. Mi Señora Miriam aún recordaba que, doce años atrás, el anciano Simeón le había recordado que una espada traspasaría su alma por causa de aquel bebé, hoy convertido en un adolescente moreno y espigado.

Mientras, José explicaba a su hijo las enseñanzas de los profetas y de la Ley acerca del Templo. Lo hacía con la misma modestia que un legionario le hubiera explicado a Julio César los peligros de Las Galias: sólo porque era Jesús quien le preguntaba.

Era José hombre viril y como tal, huía del proscenio, cualquier protagonismo le molestaba, era más amigo de escuchar que de hablar y era verdaderamente difícil conseguir que hablara de sí mismo. Descendía del Rey David, eso era sabido, porque si hay algo que no puedes ocultar a un vecino hebreo es tu genealogía, pero no parecía importarle mucho. Si se lo preguntaban directamente, el artesano de Nazaret confirmaba la información, si no, callaba.

Otra prueba de masculinidad: José jamás se quejaba, jamás se enervaba. Nadie recordaba haberle visto perder los nervios o haberse dejado llevar por la histeria ante las dificultades. Sí, se enfadaba y le dolían muchas cosas, pero la afrontaba con la misma templanza con la que disfrutaba contemplando a su esposa y a su hijo. Sus convecinos le habían visto sufrir pero jamás le habían visto triste. Como varón, le identificaba la paciencia ante las cosas.

Todos sabían en Nazaret que podían contar con él para cerrar las puertas de los establos, para las cercas de las bestias o para fabricar o arreglar los aperos de labranza. En ocasiones debía viajar hasta las poblaciones del Lago de Genesaret, para enmendar los problemas de las embarcaciones pesqueras, siempre prontas a las vías de agua o a la oxidación. Como artesano valía lo mismo para un roto que para un descosido. Era un verdadero artista con las manos y eso se valora mucho en las ciudades pequeñas. Todos los nazarenos sabían que los pequeños problemas de la vida cotidiana los arreglaba José.

Como varón, se cuidaba mucho de no humillar a nadie con su superioridad manual, mucho menos con su nivel de vida. José jamás regalaba su trabajo pero sabía cobrar a sus clientes sin asfixiarles económicamente. No pocas veces volvía a casa con alimentos aportados en pago por las familias menos pudientes de Nazaret. Y no dejaba de ser una forma de pagar el trabajo.

Con las mujeres, con quien José tenía mucho trato, pues eran quienes le encomendaban más arreglos caseros, José era tan educado como distante. Su hijo jamás le recordaba bromeando con sus clientas, algo que al joven chaval siempre le sorprendió.

Pero volvamos a Jerusalén. Las caravanas de peregrinos acampaban extramuros. Al primer día de estancia, tras realizar las ofrendas en el templo, el grupo empezó a desperdigarse. Algunos cabezas de familia solicitaban regresar ya a Galilea y se levantó el campamento. La cita para que la gran caravana volviera a caminar compacta hacia el Norte era en Jericó. Fue al llegar a la vetusta villa, al norte del Mar Muerto, cuando cundió la alarma. El grupo de hombres y de mujeres se juntaron y José preguntó a mi Señora Miriam:

-¿Dónde está Jesús?

No hicieron falta más palabras. Ambos esposos comprendieron que habían confiado en que su hijo estaba con el otro, cuando lo cierto es que no estaba con ninguno.

Unos parientes de Caná no habían esperado al resto y habían iniciado el regreso hacia el norte. Fueron en su busca a pie, por si se hubiera marchado con ellos, mientras la angustia crecía. Medio día de camino les costó alcanzarles y en descubrir que Jesús no estaba con ellos. Media vuelta hacia Jericó y nuevas noticias, ahora del grueso de la formación; Jesús no había regresado. Estaba claro: el adolescente no había salido de la capital. 

Vuelta a Jerusalén y el alivio de saber que no había sido secuestrado para ser vendido como esclavo. Nada más entrar en la ciudad, José oye hablar de un chaval que discute con los doctores de la Ley en el templo, una verdadera exclusiva informativa.

Me explico: en el atrio enseñaban los doctores de escuelas rabínicas, así como los sacerdotes ilustrados y los maestros fariseos y saduceos. Era un espectáculo. El público, sentado en el suelo, asistía a los duelos orales y, como no hay nada más vanidoso que un sabio, la presencia de público lego convertía aquellos duelos en una demostración de brillantez, más que de sabiduría. Lo que menos importaba era enseñar el sentido de los textos sagrados sino vencer al púgil contrario y recibir los parabienes del público.

Al oír hablar de aquel suceso singular ni mi Señora Miriam ni José dudaron un instante: se encaminaron hacia el Templo y, en efecto, allí estaba. Y no sentado entre el público sino de pie- porqué así se lo había pedido ese público- discutiendo, mejor, enseñando, a un viejo rabino de mirada torva. En el momento de llegar, el adolescente estaba recordando al rabino opositor, al que les chirriaban los dientes y su orgullo herido. Jesús le recordaba que Dios no reclama otro sacrificio al hombre sino la confianza en su misericordia. El sentido común de quien no necesita aparentar sabiduría, es decir, del público, les decía que aquel muchacho estaba vapuleando a los estirados representantes de la sabiduría oficial hebrea. Y disfrutaban de lo lindo con aquel espectáculo.

Pero mi Señora Miriam apenas podía respirar del susto y la alegría del reencuentro no apagaba su cabreo. Mientras José permanecía en silencio, su madre hizo señas al muchacho para que saliera. Jesús, en efecto, se despidió de los presentes en medio de una gran ovación del público y del alivio de sus contrincantes, ante la retirada del impertinente jovencito.

Una vez fuera, sucedió aquello que tan sólo contara uno de los cuatro evangelistas, Lucas, aquel médico griego enchufado que tantos secretos escuchó de labios de mi Señora Miriam tras el regreso del Salvador al Reino:

-Hijo, ¿Por qué nos has hecho esto? Mira cómo tu padre y yo, angustiados, te buscábamos.

No había dulzura alguna en los labios de mi Señora Miriam. Al contrario, se trataba de una reprensión, áspera, producto de la angustia sufrida. Sí, era Dios, pero también era su hijo, y si Dios Padre –mi Señora Miriam fue la primera persona en descubrir el Misterio de la Santísima Trinidad y la única en comprenderlo- había decidido que su Hijo se encarnara, debía obedecer a su madre y a su padre adoptivo, como cualquier otro chaval de cualquier raza, en cualquier tribu del mundo.

El muchacho también respondió con templanza pero sin concesión alguna:

-¿Y por qué me buscabais? ¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi padre?

Dos preguntas. La primera tenía fácil respuesta: te buscábamos porque te habíamos perdido y nos asfixiaba la congoja. La segunda era más compleja. En efecto, vosotros, José y María, sois los únicos que conocéis el secreto. Si hubierais pensado un poco en quién soy, no habríais buscado entre caravanas de familiares y vecinos, habríais venido directamente aquí: teníais la obligación de saber que estaba aquí.

Dice San Lucas que ellos no comprendieron lo que les quería decir. Se equivocaba y ahora ya sabe que se equivocaba. ¡Vaya si le comprendieron! No sólo mi Señora Miriam, sino también José.

Ella estaba feliz por haber recuperado a su Hijo y lo de menos era la regañina que les había echado. Uno de los motores del alma femenina es que bien está lo que bien acaba y mi Señora Miriam es la más excelsa de entre todas las mujeres y todos los varones, pero sigue siendo mujer.

Sin embargo, el artesano había quedado tocado. Sabía cuál era su papel, proteger y socorrer a madre e hijo en sus necesidades y, sobre todo, dar cobertura a aquella familia necesitada de un padre aparente, para evitar el escándalo de que el Redentor del Mundo naciera de un hogar irregular. Las advertencias contra el mal ejemplo en la ley antigua eran muy claras y en la sociedad, antigua o nueva, también.

Sí, sabía todo esto y colaboraba con el plan de Dios pero también tenía corazón. Y sí, le habían herido las palabras de su hijo adoptivo acerca de "las cosas de mi Padre". La rutina le había acostumbrado a tratar a Jesús como a un hijo, lo que era a los ojos de los hombres, pero la alusión de Jesús a su verdadero Padre le había devuelto a su papel. En aquel momento, había deseado ser, en verdad, el padre de Cristo.

Vuestros poetas cantan el amor materno con profusión pero olvidan la paternidad. A los ángeles, que no sabemos de genealogías, que no tenemos padre ni madre, pero que observamos el universo humano, nos asombra este desequilibrio. Siempre nos ha sorprendido ese olvido que el arte siente por la paternidad. Y, sin embargo, el mismo Dios se llama padre de los hombres, aunque nos haya proporcionado una madre y, encima, en forma de la criatura más excelsa de la historia.

Pero estábamos en el hachazo recibido por José quien, como el hombre viril que hemos descrito, se preocupaba más de otorgar consuelo que de recibirlo. Por eso, se tragó sus sentimientos y se prohibió todo tipo de autocompasión. José sabía que la autocompasión no es sino orgullo disfrazado de presunto agravio.     

Pero no le dio tiempo a repensar aquello porque, ya en las afueras de la ciudad, bajando hacia Jericó, el adolescente Jesús se acercó a José, que abría el camino y le confesó:

-Abba: jamás un hijo amó tanto a su padre como yo te amo a ti, a quien debo obediencia y respeto.

José no respondió: se volvió hacia Jesús y María y les advirtió, con voz firme:

-Aligerad el paso: ¿Es que no veis que la noche se nos echa encima?

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com