De la maraña de declaraciones, informaciones, opiniones y demás ‘ones' sobre la beatificación de medio millar de mártires de la Guerra Civil española, la que más me ha llamado la atención es la de monseñor Cañizares: "Ninguno apostató".

Dicen que la Guerra Civil española fue la última contienda romántica de la humanidad. Es posible, porque a partir de entonces se mató en masa generalmente desde lejos. Los bombardeos contra la población civil ya había comenzado con la Ilustración -como su mismo nombre indica- pero se generalizan con la II Guerra Mundial y, partir de ahí, ya se imponen las matanzas masivas sin riesgo, y a las bayonetas suceden los misiles de larga distancia. Tras la guerra fraticida de 1936-39, matar se hace fácil, demasiado fácil, y a la víctima -como ocurre en el aborto- apenas se la ve.

Pudo ser la última guerra romántica pero fue, ante todo, una guerra de religión. Me explicaré: lo que unía a comunistas, socialistas, anarquistas era el odio a Cristo y los ataques a la fe de los españoles fue el cordaje con el que un general llamado Francisco Franco logró levantar a media España en armas. Y es que por mucho que se emperre la moderna progresía, la religión no es una infraestructura de la vida política y social, sino que está tan incardinada en ella, para bien o para mal, que hasta el concepto mismo de laicismo es un espejismo. Sólo hay dos tipos de personas: los que consideran que la religión es lo más importante de la vida y quienes creen que hay que destruir todo vestigio de creencia.

Los socialistas sabían que la lucha de clases no es posible con curas que predican caridad y los nazis sabían que no es posible imbuir la filosofía del superhombre a quien recita el padrenuestro cada mañana. Pero mejor que este conjunto de palabras graves lo explica un sucedido recogido en un libro de testimonios sobe la Guerra Civil Española, del profesor Alfonso Bullón de Mendoza. Cuenta cómo, durante la II República, un pequeño pueblo malagueño decidió dar un paso al frente y hacer su propia revolución. Una vez instaurada la dictadura del proletariado, el responsable del Comité Popular, envió un telegrama al Ministerio de la Gobernación. "La revolución ha triunfado: ¿qué hacemos con el cura?".

La Guerra Civil no debe repetirse, ciertamente, pero asombra lo de Cañizares. La fe de aquel pueblo fue tan fuerte que produjo centenares de mátires y muy pocos, -o al menos no se tienen noticias de ellos- apóstatas. Lenin, que era un asesino muy inteligente, aconsejaba a sus secuaces que no se entrometieran con los curas laxos. A esos los consideraba un apoyo de la Revolución. Sin embargo, exigía la máxima dureza con los curas fieles. Con los milicianos ocurría algo parecido. Algunos eran simples carniceros enloquecidos por el olor de la sangre. Otros no, otros tenían la cabeza mejor amueblada -por ello, supongo que eran más culpables- y en sus correrías ofrecían al enemigo creyente la vida a cambio de la apostasía. Seguramente habían leído la segunda carta a Timoteo (8,13): "Si le negamos, también Él nos negará, si somos infieles, Él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo". La infidelidad, esto es, la debilidad, siempre es perdonada; la negación no. Lo que hicieron los mártires de la Guerra Civil española fue no negar a Dios, porque lo más prudente es entregar la vida antes que el alma.

La pregunta es: ¿Cuál sería la reacción de los españoles de 2007 en el mismo brete de 1936, elegir entre seguir o renegar de la fe? Sé que ZP o Rajoy responderían de forma muy similar: abrirían un proceso de diálogo para llegar a un acuerdo. Ahora bien, si no diera tiempo a sentar las bases apara alcanzar un consenso, si le piden que pise un crucifijo o ser fusilado: ¿usted que haría?      
Claro que otros no tuvieron tiempo de elegir, sólo de preparase para bien morir. No todos los republicanos eran inteligentes. También estaba el republicano carnicero, de la Barcelona de 1936, -y como reza el libro de Miquel Mir, "Diario de un pistolero anarquista", que Ediciones Destino ya ha sacadoa la venta-, no entendía por qué un enemigo del pueblo al que habían sacado de su casa en plena noche, les preguntó, camino del matadero, por qué le iban a matar: "No le respondimos: nuestro deber era matar; el suyo, morir".

Eulogio López

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