• Un paseo de domingo por la mañana por la capital navarra supone contemplar una colección de curdas juveniles.
  • Ahora, adolescentes y jóvenes alquilan bajeras para poder beber de noche y berrear de día.
  • Pero, ¿es Pamplona un caso especial? Me temo que no.
Llevaba años sin pasear un domingo por la mañana (el mejor momento de la semana) por las calles de Pamplona, ciudad en la que estudié periodismo. La verdad es que el espectáculo no resultó gratificante. En la primera plaza, me encuentro todos los portales con chavales, algunos adolescentes, otros mocetones, tirados en los portales, adocenados y atocinados, con la mirada perdida en un punto lejano, ubicado entre Irún y Gibraltar. Alguno todavía tenía fuerzas para liar el último porro de la noche… a las nueve de la mañana. Más allá, una chica con una curda tremenda ríe a carcajadas sus propias gracias mientras sus tres acompañante no le hacen el menor caso. Como quien oye llover. Al menos, alguien, ella misma, ríe, porque el espectáculo circundante resulta de lo más triste. Y la chica no es fea, nada de eso, al contrario, pero tiene unos rasgos amojamados, no sé por qué tipo de alucinógeno, pero ¡qué pena da contemplarla! Más allá, de una bajera, que más parece carbonera o agujero negro, comienzan a salir adolescentes apergaminados, que se van sosteniendo los unos a otros. Es la moda: alquilar bajeras para poder estar juntos, en olorosa armonía. Han salido del cubil pero se resisten a irse a casa, quizás porque no se acuerdan de dónde está su casa. Dormirán la mona hasta el día siguiente, que es jornada laboral. Ya saben: rindiendo culto a los muertos, aunque la cara de alguno más bien revela culto a la muerte. Se me dirá: pasa en todos los sitios. No lo sé, pero mi recuerdo presente, el de ahora mismo, es de Pamplona, que poco tiene que ver con la Pamplona alegre que yo conocí. Una ciudad envuelta en el frenesí político de los años ochenta, pero, al menos, vivaz. Ahora me he encontrado una Pamplona dipsómana y, a tenor de las vomitonas que evito, también dispépsica. Es decir, una ciudad que no sabe beber y, por tanto, no sabe vivir. ¡Qué cosa más aburrida! En plata: hablo de una generación perdida. Eran las nueve pasadas, de una mañana del domingo 1 de noviembre, y todo estaba en orden. Eulogio López eulogio@hispanidad.com