• Francisco es el Papa verdadero… y creo que no es un mal Papa.
  • Otra cosa es que la confusión reinante nos impida entenderlo.
  • La culpable de la actual crisis de la Iglesia no la tienen los pecados de Francisco sino mis pecados, los de todos los católicos.
  • Comprendo la preocupación de tantos cristianos ante un cisma de hecho: el que estamos viviendo.
  • Pero si esa preocupación genera angustia, y, sobre todo, críticas acerbas al Vicario de Cristo…
  • Entonces ya no hay solicitud por el Cuerpo Místico sino puritita soberbia.
  • Que los actuales son tiempos dramáticos, pero no trágicos; son tiempos de guerra, pero no de cobardía; son tiempos de dolor pero también de amor.
A veces nos comportamos con el Papa Francisco (en la imagen) como aquel agnóstico que le exigía a Dios que evitara el dolor en el mundo como condición sine qua non para creer en Él. Con ello, nuestro buen incrédulo olvidaba dos cosas: 1.- Que el problema del ateo no es del Dios en el que no cree sino del ateo que no cree. 2.- Que el hombre ha sido creado libre. Que Dios ha creado el mundo y el hombre, en mal uso de su libertad, ha sido quien ha introducido el mal en ese mundo, no Dios. Traducido: Francisco hace lo que puede pero ni un Papa, ni el mismísimo Creador, puede saltarse el libre albedrío de cada persona. Más traducido: los culpables de la crisis que atraviesa la Iglesia actual no es Francisco: somos todos, los pecados de todos y cada uno de nosotros… pecados libremente perpetrados. Y ahora paso a la visión del Papa Francisco por parte de los que he llamado tradicionalistas (sí, yo también me considero tradicionalista, si por ello se entiende el apego a la tradición del Magisterio). Y ojo, a Juan Pablo II y a Benedicto XVI se les insultaba pero no se les manipulaba, a Francisco sí: el mal ha avanzado tanto que este es un Papa cuyo mensaje ha sido manipulado, vuelto del revés y secuestrado. Para entendernos: puede existir preocupación en un católico por la deriva de la Iglesia. A fin de cuentas, son tiempos duros, de pérdida de la fe, que recuerdan aquella sentencia evangélica, tremenda: "Cuando vuelva el hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?". Son tiempos, además, de profunda confusión. Vamos, que no está muy claro dónde están los buenos y dónde los malos. Y lo que es más importante: dónde está lo bueno y dónde lo malo, dónde el grano y dónde la paja. Ahora bien, si se trata de discernir los signos de los tiempos, comprendo la ocupación e incluso la preocupación y recuperación de tantos cristianos ante un cisma de hecho: el de ahora mismo. Porque el cisma eclesial no está por venir: ya se ha instalado y, como diría la insigne Cospedal, ha llegado para quedarse. Ahora bien: si esa preocupación genera angustia, y, sobre todo, críticas acerbas al Vicario de Cristo, entonces ya no se trata de solicitud por el Cuerpo Místico sino una puritita soberbia. Es el orgullo propio de quien cree que el universo espiritual y eclesial depende de él y no del Padre Eterno. Es la tensión amarga propia de quien ha perdido la confianza en Dios. Y perder la confianza es perder la fe. En esa tesitura no es que pretendamos seguir el camino correcto, es que pretendemos dictaminar cuál es el camino correcto. Y eso no es función del juzgador sino de la juzgada: de la jerarquía. No conozco ni una sola voz profética que no reclame, en medio de la persecución y probablemente del cisma que nos llega, otra cosa que paz y alegría. Son las marcas de Dios. ¿Angustia y desazón? Las marcas del diablo. Los tiempos finales son tiempos de angustia pero también de triunfo del Redentor, triunfo, por lo demás, definitivo. Los tiempos actuales hacen realidad mi definición de la historia de la Iglesia de Cristo: de derrota en derrota hasta la victoria final. Traducido: que los actuales son tiempos dramáticos, pero no trágicos; son tiempos de guerra, pero no de cobardía, son tiempos de dolor pero también de amor. Nunca como ahora, a lo largo de la historia, la humanidad ha contado con tantos hechos extraordinarios, con tanta ayuda inhabitual para marcarnos el camino. El siglo XXI es el siglo más profético de todos. Son tiempos en los que sólo el orgulloso se deprime, en los que, nunca como antes en la historia, el hombre es más consciente del porqué de su dolor. Nunca como ahora, justo antes de la era de la justicia, se ha desbordado la misericordia del Creador. Hipertraducido: Francisco es un buen Papa. Yo no le entendí al comienzo y ahora entiendo que le comprendo muy bien. Lo que ocurre es que no es un Papa victorioso porque su función no es esa: su función es salvar lo salvable desde el secuestro al que le tiene sometido el mundo y antes de su martirio. Merece todo nuestro afecto y todo nuestro apoyo… hasta cuando se equivoca. Y todo esto se resume en pocas palabras. Levantad la cabeza, se acerca vuestra liberación. Eulogio López eulogio@hispanidad.com