La Iglesia celebra el 5 de octubre las Fiesta de las Cosechas. Es decir, el fin de la recolección, que se remonta a festividad de las tiendas (tabernáculos) de los judíos. Los cristianos, hermanos menores de los judíos en materia de revelación, acogieron la misma festividad, al término de la vendimia, y la utilizaron para dar las gracias a Dios por los frutos de la tierra, es decir, por la comida.

Y así ha sido hasta que se inventaron las leyes de granjas norteamericanos y la política agraria común (PAC) europea.

Los países pobres no pueden competir con las subvenciones públicas que los ricos sí podemos pagar

Consisten esas leyes en promocionar la producción en el mundo ante tantos hambrientos como hay. No, consisten en todo lo contrario. A través de una profusión de mecanismos, estas leyes no tratan de producir más alimentos, sino de producir menos, unos de los grandes absurdos de la modernidad. Bueno, absurdo no, porque se explica con una sola palabra: codicia. Se trata de mantener los precios altos y los costes de producción baratos como sea. Bueno, como sea no. Se hace a costa de subvencionar la producción propia de nuestros agricultores. Esas subvenciones provocan que los agricultores del tercer mundo no puedan competir.

Y si a eso le unimos los mecanismos defensivos del poder financiero, que marca precios allá donde no crecen los nabos (mayormente, en el mercado de materias primas de Chicago) tenemos una agricultura de los países pobres que no puede competir -lo hace con una mano atada a la espalda- con los productos europeos y estadounidenses.

Este planeta puede alimentar a decenas de humanidades, pero no con la PAC. El hombre solo llega por la injusticia, no por el don de Dios, que siempre es gratuito y por el que nunca le damos las gracias.