• El norte y el sur, mal que nos pese, seguirán en el punto cardinal que les corresponde. 
  • ¿No es más honroso preocuparse por el estado del alma que por el cambio climático? 
  • El relativismo niega la verdad; por eso es el abono más fértil para la ingeniería social.
La mezcla de ingeniería social y relativismo es lo más parecido a una tormenta perfecta. Se mueven y se dan la mano, como en las charangas de pueblo. Uno pone la música y otro la letra. Pero la melodía -un sonsonete ideológico pertinaz como la sequía- no cambia ni a tiros. Decíamos ayer algo del malévolo arte de engañar al personal con el que abusan los ingenieros de mentes, pero necesita un complemento indirecto para que su mensaje no se multiplique como las hormigas en verano: convicciones más fuertes y valores más estables. Ya saben, además, que los artífices de la ingeniería social se guían por modas ideológicas, del mismo modo que hace el dinero para vestirse de inocencia. Lo ensayaron en el siglo XX, con relativa eficacia pero con escaso éxito en el tiempo, las ideologías totalitarias. Tanto el nazismo como el comunismo tenían su propio modelo de hombre nuevo, que respondía a distintos patrones, el mito de la raza, en el caso de Hitler, o el de la lucha de clases, empleado por Lenin. El hombre, en su humana condición, les importaba un pito a los dos. Por eso aplastaron su libertad sin contemplación al servicio de dos maquinarias perfectas para matar. Ojo, en los dos casos había ideología y con una base filosófica similar: la dialéctica de la historia hegeliana. La ingeniería social de ahora es más sutil. Se imagina un hombre nuevo pero de otra manera, no tan cruel, y fundamentalmente descreído. Ahora, el hombre que mola es el que es capaz de sacudirse de encima el yugo pesado de los valores eternos. Prefiere hablar de ética antes que de religión y, puestos a preocuparse, prefiere el cambio climático al estado del alma. Tolera cómodamente lo pasajero, pero se muestra inflexible ante la exigencia de lo perenne. Se pregunta más por el goce del momento que por el sentido de la muerte. Eso de la eternidad es demasiado etéreo. Y por el mismo motivo, las verdades reveladas son cosa de otras épocas, tristes, felizmente superadas. Son los dictados, dicen, del Nuevo Orden Mundial, tan cabreado con la Iglesia como con los valores con los que ha impregnado una civilización. Pero los artífices de la ingeniería social no serían tan fuertes, al imponer sus dictados (léase, negación de la trascendencia, maniqueísmo político, mix de conformismo y rebeldía -depende para qué-, aborto, ideología de género, disculpas a la sagacidad de los mercados…), si no contaran como aliado con la debilidad inherente al relativismo. Me refiero al que cuestiona en serio la existencia de la verdad, ese que duda, como Descartes, de la capacidad humana de conocer. Lo recoge con cierta ironía ese dicho de nada es verdad, nada es mentira, todo depende del cristal con que se mira. Si nos referimos al color del cristal de las gafas, vale, el dicho se puede comprar sin riesgo. Al fin y al cabo, el terreno de lo opinable es tan amplio como los campos holandeses de tulipanes. Pero otra cosa muy distinta es que nos pongamos a dudar hasta de lo evidente. Por una razón muy sencilla: si el dicho nada es verdad, nada es mentira fuera cierto, en esencia, también lo sería su contrario y todo sería verdad y mentira al mismo tiempo. Cae por su propio peso. Dios no puede ser y no ser, por ejemplo, del mismo modo que fidelidad no es un fenómeno cambiante o las cosas no están bien o mal dependiendo de la época. El norte y el sur, aunque nos empeñemos en lo contrario, seguirán estando en el punto cardinal que les corresponde. Intentar cambiarlo tiene un límite: la verdad. En el lenguaje común, el dicho de nada es verdad, nada es mentira apela más a eso de sobre el gusto pintan colores, que no tiene nada que ver con la certeza, y explica más por qué no nos gustan lo mismo a todos los garbanzos. Pero eso es una cosa y otra, muy distinta, decir que la verdad no existe. El relativismo es precisamente eso y también, el mejor abono para la ingeniería social. Por eso, la mejor protección contra la manipulación a la que conduce el pensamiento débil es precisamente la verdad y anhelo de encontrarla. Y ¿dónde está?: en la realidad. Exige un esfuerzo descubrirlo y una cierta tenacidad para remar en contra de las modas del momento. "Tu verdad no, la verdad, y ven conmigo a buscarla; la tuya, guárdatela", decía el poeta sevillano tan amante de Castilla Antonio Machado. Rafael Esparza rafael@hispanidad.com