El debate profundo sobre las secuelas del atentado en París contra la revista satírica Charlie Hebdo no ha hecho más que empezar y si no, el tiempo. Lo veremos. Hace apenas una semana, la conmoción por la barbarie perpetrada por tres yihadistas descerebrados -se conocen sus nombres pero todavía no la red de complicidades- anclaba cualquier reflexión al binomio terrorismo-libertad de expresión, en el que siempre ganará, como es lógico, la libertad de expresión, un valor muy europeo y democrático, también en sus límites. Una semana después, sin embargo, las consideraciones van mucho más allá, tanto entre lo que se pronuncia como entre lo que se esconde: la identidad europea, la libertad religiosa, el papel de las teocracias árabes, la hipocresía turca, la islamofobia, los valores occidentales, etc… 

Algo ha cambiado, por tanto, entre el incipiente diagnóstico inicial -un tanto romo- y el abanico de posibilidades que se han abierto después. Sorprende, sin embargo, la ausencia en el debate del papel esencial que juegan en todo este entramado el cristianismo y los valores que porta, sin los cuales Europa es incomprensible.

Los 'opinadores', que no los políticos, van perdiendo el miedo a llamar a las cosas por su nombre; a hablar, por ejemplo, del papel de países como Qatar o Arabia Saudí en el entramado -también financiero- que impulsa el terrorismo yihadista; de la fallida estrategia de la política exterior occidental (europea y americana) en Irak y en los países protagonistas de la 'primavera árabe' o en su acoso a Siria; de la desafortunada e hipócrita vara de medir del Gobierno turco, por sus intereses, entre Oriente y Occidente. La lista de agravios es larga pero se condensa en una idea: la libertad frente a la violencia, el respeto frente a la intolerancia. Una compleja ecuación, sobre todo cuando no se juega en igualdad de condiciones.

Europa tiene una grandeza y también un talón de Aquilés: su civilización cristiana. Es 'enorme' cuando lo reconoce (los principios fundacionales de la Unión) y débil cuando lo esconde (el laicismo como nueva religión de Estado). Y en ese mismo plano, juega con una desigualdad consentida frente al mundo musulmán, por ejemplo, que no son los ciudadanos musulmanes, sino muchos de los regímenes políticos donde viven, en los que se aprovecha la religión con intereses políticos. Si la proporcionalidad falla es muy difícil llegar a cualquier tipo de entendimiento.

El problema de Europa no está en la islamofobia o el antisemismo, sino en los intentos -subliminales o explícitos- para desplazar el cristianismo
Europa, por ese motivo, debe empeñarse tanto en que se respete y no se mate a los cristianos en Oriente Próximo, del mismo modo que evita y no margina por cuestiones religiosas a los musulmanes instalados en Europa. La libertad religiosa es uno de los grandes valores defendidos por la Iglesia. Y paralelamente, el problema en Europa, actualmente, no está en la islamofobia o el antisemitismo, sino en los intentos -subliminales o explícitos- para desplazar el cristianismo de la vida de los europeos. ¿No deberían preocuparse también, por igual razón, los gobiernos europeos de la cristofobia? El problema no lo tiene Europa, pero anida en los países mayoritariamente musulmanes. Y Europa tiene un problema asimismo si no se reconoce en sus raíces y valores cristianas.

Este martes, en Sri Lanka, el Papa Francisco defendía esos mismos valores y principios -léase, concordia, reconciliación, respeto, amistad-, con la carga de profundidad -también teológica- que tienen los mensajes de la Iglesia. Lo hacía, además, ante miles de personas de distinto credo religioso (católicos y también budistas, musulmanes, hindúes). Las consideraciones de Francisco eran mucho más profundas que un debate parlamentario cualquiera para encontrar las raíces del problema y las terapias de curación.

Pero es precisamente el cristianismo -su mensaje revelado, su vigor, su comprensión del hombre, terrenal y sobrenatural, sus valores- el que parece desaparecido de cualquier mensaje oficial al tratar el problema del terrorismo islámico. Una cosa es la conveniencia política y otra, muy distinta, la realidad social. A los gobernantes les preocupa un horizonte concreto, pero no las creencias de sus ciudadanos. Europa, es preciso insistir en ello, se asienta sobre valores cristianos, los mismos que han civilizado a medio mundo.

El centro de Europa no está en París, capital de un gran país europeo, sino en Roma, el principal foco para la compresión de la riqueza espiritual del Viejo Continente. Puede ser un problema el entendimiento entre religiones, pero nunca por una de ellas, el cristianismo, portador de valores universales. En Roma están los valores acumulados en veinte siglos de la historia de Europa -con todas sus grandezas y miserias-, mientras que en París está sólo una referencia histórica de los dos últimos siglos. Ahí se gestó una gran revolución, cuyos valores republicanos -libertad, igualdad, fraternidad- todavía se proclaman, pero en los que se puso en marcha, paralelamente, una gran máquina de matar, la guillotina. La 'metáfora' de ese instrumento mortífero germinó con toda su crueldad cien años después, en el siglo XX, con dos grandes regímenes totalitarios: el nazismo y el comunismo. En Roma, mientras tanto, siempre ha seguido la Cruz.

Rafael Esparza

rafael@hispanidad.com