Hay que felicitar, y con entusiasmo, a Pablo Gutiérrez e Isabel Abradelo, de la Universidad San Pablo CEU, por la edición y publicación de “El fin de una época”, 67 artículos de Gilbert K. Chesterton (GKC) en el Ilustrated London News durante los años 1905-1906. Porque la obra de Chesterton es, ante todo, artículos de prensa, así es donde expone más extensamente sus pensamientos, y el pensador de la contramodernidad, es decir, el más egregio de todos los pensadores de la época moderna, se mantuvo durante décadas en esta publicación. Por tanto, si quieren ver algo nuevo de Chesterton no se pierdan El Fin de una época.

No estamos en la postmodernidad, sino en la misma edad moderna que comenzara a finales del XIX

Porque esa es otra, los escritos de Chesterton resultan actualísimos… 114 años después. Como muestra, un botón: Shaw y la controversia.

Sí, hablamos de George Bernard Shaw el fabiano dramaturgo anglo-irlandés, progre-socialista (Pedro Sánchez le habría fichado y Shaw le habría despreciado) que se pasó treinta años peleando con Chesterton (la gente pagaba por verles debatir) y del que se recordó el mejor elogio a don Gilbert, porque sólo se vio llorar una vez al cínico de Bernard Sahw: en el entierro de su archienemigo, el católico Chesterton.

Entonces el hombre se liberó de Dios… para hacerse esclavo de sí mismo: ¡cuanto hemos progresado!

Pues bien, resulta que Bernard Shaw había afirmado que muchos actores aficionados de aquella época resultaban tontos y pretenciosos. Hoy le habríamos acusado de delito de dio y condenado a tres años de cárcel, pero en aquel entonces, cuando la modernidad y el progresismo, todavía no nos habían vuelto idiotas, Shaw sólo recibió un vapuleo general. Hubo quien aseguró que semejante juicio insultaba a todo el colectivo teatral inglés, momento en el que GKC describe así la definición del Londres de 1906, que guarda un extraordinario parecido con el Madrid de 2019. Ahí va Chesterton: “si alguien cree que el teatro de Londres es aburrido, es un insulto a los actores. Si alguien dice que las calles de Londres son feas, es un insulto a los arquitectos. Si alguien insinúa que las calles de Londres están sucias, es un insulto al intachable gremio de barrenderos: parece que tenemos que reservar toda nuestra indignación moral para aquellos que señalan un mal, no debemos insultar a nadie salvo cuando insultemos al insultador del mal”.

Con los delitos de odio hemos convertido la crítica en injuria, es decir, en delito perseguible. Y además nos hacemos los importantes

¿No les recuerda esto al espíritu de los delitos de odio que Zapatero trajo a España y Pedro Sánchez enarbola hoy con su triunfadora, y castrante, ideología de género?

Porque el espíritu de los que un siglo después llamaríamos delitos de odio (510 del Código Penal) lo resume GKC cien años antes, y se tata de un escenario ligeramente tenebroso y aproximadamente liberticida. Ojo a sus palabras: “un Estado libre significa que una persona no puede silenciar a otra. Pero tal y como están las cosas, significa que cada persona debe callarse a sí misma. Debería significar que el señor Shaw puede decir algo veinte veces sin que yo me lo crea. Tal como están las cosas, significa que el señor Shaw debe dejar de decirlo porque mis delicados nervios no aguantan que se diga nada con lo que no estoy de acuerdo”. Que es justamente lo que ocurre en 2019.

Mis delicados nervios no soportan que se diga nada con lo no estoy de acuerdo

Traducido: insultar (sí, insultar) a una teoría, o a una práctica, no a un miembro de un colectivo. No significa insultar al teórico, ni insultar a quien lo practica esa teoría, ni -y esto es importante-, odiar a todo el colectivo que la practica. Los delitos de odio no suponen otra cosa que… eso mismo. Por tanto, delito de odio no es otra cosa que la  reimplantación de la censura: si me criticas, me está oiando, ergo te voy a meter en prisión. Chesterton ya descubrió el origen de esta auténtica infamia.  

Por favor, no dejen de leer esta maravilla al alcance de nuestras manos: El fin de una época. Porque Chesterton no sólo es el jovial periodista convertido en el más profundo pensador de toda la modernidad: es también el que nos enseñó a pensar a los hijos de la modernidad y ha contribuido no poco a que seamos menos necios de lo que podíamos haber sido. Al menos ‘uno poquito’.